Pratt según Pratt
El deseo de ser inútil. Recuerdos y reflexiones
Hugo Pratt
Confluencias
Trad. Gabriel García Santos
292 páginas | 29 euros
Desde la muerte de mi madre y, algo después, la de mi tía Irma, ya no tengo familia en Venecia, y ahora soy el más viejo. Ninguno de mis descendientes tiene mi nacionalidad, ni siquiera cultura italiana. En cuanto a las madres de mis hijos, una es serbocroata, otra es una belga de Argentina, y las otras dos son brasileñas, aunque para una de ellas esta nacionalidad no significa nada; dos son de raza blanca, una afroamericana y otra amerindia; cada una tiene una lengua materna diferente. Tengo cuatro nietos, y ninguno entiende italiano; los de mi hijo Lucas hablan español e inglés americano, la lengua de su madre, y los de mi hijo Tebocuá, un dialecto amazónico”.
Estas palabras son de Hugo Pratt, y arrojan sobrada luz acerca del cosmopolitismo sentimental e intelectual del creador de Corto Maltés. Nada mejor que dar voz a los protagonistas de la historia para que la verdad, o alguna de sus máscaras, se manifieste. Pratt fue un mestizo en su vida, su obra y sus ideas, y por eso El deseo de ser inútil, el conjunto de conversaciones y reflexiones que confió a Dominique Petitfaux en 1991, cuatro años antes de morir, nos regala el perfil de un alma ambigua, bizarra e irreductible a nada que no sean las circunstancias de su propia vida. Una vida que, si debemos creer a su protagonista, algo que no siempre resulta sencillo, tuvo mucho de excéntrica.
Pratt fue desde muy joven reacio a dejarse encasillar por los lugares comunes de la sangre, la tierra o la lengua. Ciudadano del mundo en su acepción más noble, fue también un peatón a veces incómodo, casi siempre libérrimo, del pasado siglo. Nacido en Rímini en 1927, tuvo una infancia forjada en el molde del fascismo y vivió una adolescencia etíope, se hizo hombre en una Italia fracturada por la guerra civil, conoció un largo exilio en Argentina, tuvo que esperar a la década de los años setenta para convertirse en rico y famoso, y al final de sus días, transformado ya en un respetado creador, se recluyó en Suiza para morir rodeado de los treintaicinco mil volúmenes de su biblioteca. Lo hizo declarándose ateo pero con un crucifijo copto en las manos, detalle que habla, bien a las claras, de su complejo carácter.
Gran vividor, gran viajero, gran admirador de las mujeres, Pratt desempeña en el mundo del cómic europeo un lugar central, al lograr reunir en su trabajo la alta y la baja cultura, lo elitista y lo pop, la capacidad para hacer dialogar a Shakespeare con King Kong, a Chrétien de Troyes con Little Nemo y a Homero con Henry Rider Haggard. En ese sentido, a él se debe, en buena medida, la aceptación del cómic como arte serio, no como juguete o divertimento para muchachos desnortados, y su conversión, hoy ya indiscutible a la luz del trabajo de talentos como Art Spiegelman, Alan Moore o Chris Ware, en una de las manifestaciones más poderosas que existen para comprender algunos de los aspectos más relevantes y decisivos de la cultura contemporánea.
Parece que Flaubert nunca dijo aquello de “Madame Bovary c’est moi”. Tampoco consta que Pratt haya levantado la mano para gritar “Corto Maltés soy yo”, pero después del striptease emocional e intelectual que el dibujante italiano nos lega en este libro, cabe colegir que muchas de las virtudes y bastantes de los defectos del célebre marino están inspirados en la vida, sentida o soñada, de este hombre total y sin prejuicios, que, si su confesión a Petitfaux resulta cierta, solo se mantuvo fiel a un criterio ético: no fallarle nunca a sus amigos.