Luz de postrimerías
Bestiario
Carlos Pujol
Cálamo
40 páginas | 7 euros
Después de reunir sus trece entregas anteriores en un volumen de Poemas (2007) publicado por La Veleta, la colección dirigida por su buen amigo Andrés Trapiello, el recordado Carlos Pujol —de cuya muerte se cumple justo ahora un año— añadió dos nuevos poemarios a una obra ya hecha que fue de este modo signada con dos preciosos colofones, en los que reunió poemas no solo valiosos sino memorables y en algunos casos cimeros. Caracterizados por su unidad temática, ambos libros son además absolutamente representativos de la personalidad y la manera del escritor, un hombre de proverbial discreción y múltiples saberes, pero también o sobre todo un poeta verdadero. Tanto en El corazón de Dios (2011) como en este ya póstumo Bestiario, publicado como el anterior por la palentina editorial Cálamo, Pujol cifra las altas cualidades de una poesía que no necesitó de proclamas grandilocuentes ni enrevesados artificios. La difícil sencillez, la claridad, la ironía, un deliberado tono menor que contrastaba con la hondura de su propósito, fueron algunos de los rasgos propios de un poeta que acostumbraba decir su verdad en voz baja.
En el primero de ellos, donde el destinatario no aparecía expresamente nombrado más que en el título, el poeta hilvanó un rosario de plegarias no atendidas que se presentaban al lector como una suerte de testamento lírico. Frente a quienes exhiben su credo como un arma arrojadiza, el poeta se religaba a la fe —pues de ella “no sabemos más que existe”— con una actitud sobria, recogida, sin alardes, por eso mismo emocionante y muy alejada de la que muestran esos rabiosos moralistas que para defender su visión trascendente necesitan arremeter contra el prójimo no afecto. En este como en otros terrenos, Pujol fue un cristiano genuino, cordial y levemente melancólico, al que la proximidad o incluso la inminencia de la muerte no le impedía dirigirse a Dios como a un amigo de toda la vida, movido por la necesidad o el deseo de trazar un íntimo recuento donde no tiene cabida la impugnación del mundo, sino la celebración del milagro de haber existido. “El que no duda, no cree”, decía Unamuno. Como actualizando la paradoja del maestro desde la humildad, desde una certeza difusa pero consoladora, Pujol entonaba un soliloquio —Dios calla y acaso otorga— que se inspiraba no en los grandes misterios o revelaciones sino en las perplejidades cotidianas.
Si El corazón de Dios retrató a Carlos Pujol como un gran poeta que enfrentaba con serenidad las postrimerías mientras aguardaba “las inimaginables primaveras”, este Bestiario refleja su fondo más lúdico, no menos consustancial a un escritor que aunó con elegante naturalidad la sabiduría y el buen humor. El título del poemario remite por inmediata asociación a Juan Perucho, un escritor muy cercano a Pujol —de hecho fueron vecinos— al que este dedicó una semblanza ineludible, El mágico prodigioso, pero los animales humanizados que comparecen en sus páginas no tienen que ver con la fauna apócrifa del Bestiario fantástico que prologó el propio Pujol, sino con un “zoo de mentirijillas” formado por criaturas familiares a las que el poeta pone voz y pensamiento. Rebosantes de gracia y ternura, los versos del Bestiario de Pujol nos presentan a un “león estresado” que lee a Saint-Simon, a un tiburón que sueña con piratas, a un perro que no sabe si es real o imaginado, a un ruiseñor que aspira a ser John Keats, a un simio que parodia los gestos de los humanos, a un canario que añora “la dulce libertad” o a un burro que aspira a entrar en “el reino de los Cielos”. Del propio autor, medio en broma pero no del todo, nos dice el poeta: “Es un tipo curioso, / presume de ser alguien / y escribe fantasías que supone / la verdad más profunda de sí mismo”. Solo la última parte de la afirmación se correspondía con el hombre.