La vida en los huesos
Publicada durante la Ocupación, en plena guerra mundial, ‘El extranjero’ sigue despertando en el lector de hoy una perturbadora sensación de distancia frente a lo establecido
Un vestido de rayas rojas y blancas sobre el cuerpo moreno de Marie y unas sandalias de cuero, salitre y sol, la melena recogida y un baño en el mar de Argelia. Este es el respiro de El extranjero, la mano que le tiende la felicidad al protagonista de su historia; una novela que nos recuerda, más de setenta años después de su escritura, que habitamos de nuevo una época que parece haber tomado las riendas de muchas vidas, manejándolas desde los hilos del pesimismo y la pura supervivencia.Lo que queda del relato de nuestros días cuando lo desvestimos de significado no es más que una sucesión de tiempo y acciones que nos llevan de un lugar a otro. ¿Qué queda de la cronología de nuestra historia cuando nosotros mismos la desproveemos del adorno, del subjetivismo o la trascendencia? El extranjero parece recordarnos una instintiva pérdida del instinto, alojando la regla social que nos absorbe para lanzarnos lejos de nuestra propia esencia y que, de alguna forma, después de leerlo, vuelve a reconciliarnos con la triste norma posible.
Escrito con una prosa que, de tan seca, se clava en nuestra lectura, Camus nos mete dentro del relato de Meursault, un hombre presentado al lector en el mismo momento en que recibe la noticia de la muerte de su madre: “Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé”. A partir de esta primera y célebre línea, leemos, pero casi parece que escucháramos la voz del protagonista, narrar cómo deambula por un mundo que espera de él cierta reacción y emociones para las que está incapacitado. Parece que solamente fuera humano cuando observa el mundo desde fuera de él. En el momento en que Meursault se ve inmerso en la vida, en lo social, en la convención humana, desaparece cualquier rastro de alma. Qué hay de extraño en esto. Meursault es sensible a la visión desde su ventana del trajín de su barrio, a la leal relación de su vecino con el perro sarnoso al que patea, al brillo que enmarca la mirada arrugada de los viejos. A él le hace caminar el impulso, lo natural, el golpe de la luz sobre sus párpados, pero queda fuera de juego ante la interacción premeditada. Admira la belleza de Marie pero no siente necesidad de casarse con ella, solamente la sigue hasta el mar y junta aliviado su cuerpo en el agua. No siente dolor por la pérdida de su madre, acepta sin más la preparación de la vida para este trámite. Sin embargo, necesita juntar todos los muebles de su casa en una habitación para no sentir cómo se ha quedado grande.
Supervivencia o frío.
¿Por qué dispara Meursault contra el árabe rompiendo el equilibro de un día de playa? “He disparado llamando a la puerta de la desgracia”. No fue la desesperación, la venganza o el miedo: es la violencia de la luz del sol la que incide en el disparo.
¿Por qué no dejamos que un niño acerque la mano a la boca de un perro que siempre ha sido manso?
El extranjero no solamente se adelantó a su época, dado que en ella se anticipaba la desolación de la posguerra, sino que puede leerse todavía hoy como si fuera una obra contemporánea. No somos ni queremos ser Meursault —y no sabemos si respiramos o nos ahogamos cuando la cadena de la justicia, aunque absurda y fallida, condena al asesino—, pero reconocemos como propios su egoísmo y su falta de solidaridad, incluso para consigo mismo. Porque somos extranjeros de un lugar remoto que nos enseñaron para colocarnos justamente aquí, en mitad de un engranaje que describieron como perfecto.
Es la conversación del hombre que se encuentra con el hombre en el silencio de la melancólica tregua de la noche.
Qué quedaría si arrancásemos de nosotros mismos lo establecido: los huesos de la vida. El animal.