El oído del escritor
Dejando aparte los géneros anteriores, merece la pena detenerse en la evolución paralela de la forma sonata, incluida en ella la sinfonía, y la novela
Ante todo, la música” (De la musique avant toute chose) dijo un poeta largamente mimado por los músicos, Paul Verlaine. Él no lo era pero, sin embargo, como el bordador que apronta su cañamazo antes de empezar a bordar, señaló la precedencia de la música respecto del verbo. Otro poeta pensativo, Paul Valéry, sostuvo que poético es el lenguaje que oscila entre el sonido y el sentido. Traduzco: el sentido no suena y el sonido no significa, pero juntos constituyen una suerte de dinámica ambigüedad llamada poesía. Añado un tercer pensador del poema, Goethe, según el cual la humanidad vivió una edad mítica en que solo había una lengua para entenderse entre los hombres y, si se cuadraba, también con los dioses. Una lengua intraducible, por ello imposible de concebir por nosotros, desaparecida pero subsistente en rachas que pasan por el lenguaje cotidiano en forma de fonética, prosodia, cláusulas, resoluciones y silencios: lo musical del lenguaje.
Podría decirse, entonces, que el poeta es el individuo capaz de recuperar los restos de nuestra mítica condición de seres que se comunicaban por medio de sonidos puros, es decir por medio de unas músicas. Quizás así se pueda entender nuestra condición nativamente musical, a contar desde nuestra vida en el seno materno, cuando aun antes de ver, oímos la voz de la madre, su canto y hasta sus breves entonaciones al hablar. No conocemos su sentido pero ya gozamos de su sonido. Los especialistas han detectado, incluso, el hecho de que los nonatos se entristecen y asustan si perciben músicas en modo menor, todo lo contrario en el caso de los modos mayores.
Ahora bien: esta relación entre lo musical y lo semántico de la palabra, que tanto ha dado que hacer a los escritores de Francia y Alemania, por ejemplo (entiendo por Alemania literaria la que escribe en alemán, no solo a los letrados nacidos en tal país), ha tenido una relativamente pobre recepción entre los colegas que se valen del castellano, sea en España como en la América hispanohablante. Hubo generaciones enteras de escritores sordos, aun en el gran siglo de la música europea, el XIX. Luego se han ido produciendo crecientes excepciones. Cernuda y, sobre todo, Lorca y Gerardo Diego, entre los poetas del 27, se interesaron vivamente por la música. Los dos últimos fueron músicos ellos mismos, hábiles ante un teclado. En Hispanoamérica se registran también casos muy expresivos, el más notable de ellos, el del cubano Alejo Carpentier, novelista, crítico musical, historiador de la música y musicólogo. En la obra del argentino Julio Cortázar las referencias musicales son indispensables, lo mismo que en la del uruguayo Felisberto Hernández, pianista por las suyas.
¿Por qué esta disparidad entre nosotros y aquellos, si contamos en nuestras letras, firmados o anónimos, con tantos memorables cancioneros? Si hay una pregunta difícil de contestar, orillando lo imposible, es esta que inquiere por qué hay pueblos o sociedades más musicales que otros y otras. De todos modos, es sugestivo el hecho de que la poesía popular o letrada haya sido tan generosa en formas cantables —canciones, romances, coplas, coplillas, jacarandas— y nuestros escritores, tan poco, en general, apegados al cañamazo preverbial del verbo.
Lo digo porque la dupla que nos ocupa tiene inmemorial tradición, desde las tragedias y comedias de los griegos que, por lo que se sabe, eran textos para decir a medias cantados y a medias recitados. Esta marca debió llegar hasta los comienzos del disco grabado pues los escasos y rudimentarios registros de actores famosos en torno a 1900 nos prueban que se valían de una suerte de canturreo o de melopea para “recitar” (así se decía) los textos que se les encomendaban. De tal modo, en el tablado profano como en el recinto litúrgico, letras y músicas actuaron conjuntas.
Si pasamos de los géneros anteriores y dejamos de lado los grandes ejemplos teatrales —músicas de escena, óperas, operetas, zarzuelas— vale la pena detenerse un rato en la evolución paralela de la forma sonata, incluida en ella la sinfonía, y la novela. Es esta, según se sabe, una transformación moderna y prosaica de la antigua epopeya, es decir la biografía supuesta de un personaje notable, gracias al cual lugares y épocas se rescatan del olvido. De acuerdo a la relevancia simbólica del número cuatro —las estaciones del año, las edades de la vida, los puntos cardinales— la sonata en gran formato, lo mismo que la sinfonía en su esquema clásico —el que la define— tienen cuatro movimientos. Si se permite el paralelo, aceptando verbalizar la música, lo cual es relativamente legítimo, se puede establecer que las edades (infancia, juventud, madurez y vejez) se corresponden con los movimientos correlativos (allegro iocundo, scherzo, adagio y allegro finale, trágico o apoteósico, según le haya ido al héroe en el mundo). Ambos despliegues son itinerantes, o sea que describen un camino y guardan una relación de necesaria continuidad. A menudo, el segundo movimiento es meditativo y se refiere a la juventud como edad de la formación y el aprendizaje, en cuyo caso el tercer movimiento pasa a ser el scherzo, es decir el momento activo de la vida, cuando se ponen en práctica las ideas y doctrinas aprendidas y se actúa sobre el mundo.
Dentro del esquema y siguiendo la figura de una vida contada o cantada, en la forma sonata cada movimiento suele tener dos temas, de los cuales el primero está en la tonalidad de la tónica general de la obra y es el materno, y el segundo, en la tonalidad dominante y es el paterno. En el comienzo está la madre y la aparición del padre es tardía. Una corresponde a la naturaleza, la herencia, la tradición y el otro, al mundo de la cultura, la ciencia, la acción pública. Desde luego, hay madres enérgicas y padres abúlicos que se escapan a todo paradigma, pero ese es otro discurso y hoy no toca.
Si comparamos una novela de Balzac o Stendhal con una sinfonía de Beethoven —exceptuando la Sexta, que es una serie de pequeños poemas sinfónicos— o de Brahms, veremos que el paralelo se cumple. Pero si tenemos en cuenta, por ejemplos señeros, la Gran Sonata en si para piano de Liszt y la sinfonía en re de César Franck, las cosas empiezan a complicarse. Los motivos expuestos al comienzo se repiten en los cuatro movimientos de la sonata; en la sinfonía, se van sumando, de modo que llegamos al último movimiento con todos ellos recapitulados. La estructura itinerante ha hecho crisis y es suplida por una estructura circular. Si en la sinfonía clásica cada movimiento deja atrás para siempre a los precedentes, ahora la cosa no es progresiva sino reiterativa. Hay algo del pasado que no acaba de disolverse en el presente, por decirlo en términos de la historia. Ya Beethoven, en el último movimiento de su Novena, había jugado con el asunto. La orquesta pretende repetir los temas ya oídos, pero las cuerdas bajas la detienen y esbozan el himno que será el hegemónico en el remate de la obra.
¿Qué ha hecho la música sino anunciar lo que habría de ocurrir en la novela? En efecto, en cuanto a la narración de la historia, la teoría de los ciclos de Nietzsche pone a prueba duramente el esquema ilativo. Si en el mundo hay un número finito de elementos, el número de sus combinaciones será igualmente finito, la historia se repetirá en lo que él llama eterno retorno. Marcel Proust, a su vez, concibe una larga novela a partir de un solo instante, el momento en que el narrador está por dormirse y recuerda su vida, yendo y viniendo por las fechas y organizando el discurso con unos temas que se reiteran, afectando a distintos personajes por igual. Estos escritores tuvieron un oído atento a su tiempo y siguieron los consejos del arte fundador del lenguaje. Luego vino el atonalismo e impidió construir sonatas y sinfonías, y Joyce deshizo la epopeya clásica de Ulises en una parodia contemporánea.