Polifonías literarias
La música ha ejercido gran influencia en narradores como Joyce, Huxley o Nabokov, y en poetas como fray Luis de León, Gerardo Diego o Juan Larrea
El estudio de la relación entre música y literatura se basa casi siempre en lo sonoro (el canto…), en lo simbólico (“si de mi baja lira”, etc.), o en lo iconográfico e iconológico. Las conexiones formales solo se abordan, y no siempre, cuando letra y música forman parte de una misma obra: la “letra y el punto” del soneto de Cetina, que deben ir unidos si se quiere que la música cantada sea sabrosa.
Pero olvidamos casi siempre las relaciones de procedimiento. Alfonso Canales lo afirmó hace años a propósito de uno de sus logros, Gran fuga (1970), un amplio poema “concebido a cuatro voces, con sus correspondientes desarrollos y variaciones, bajo la impresión directa de la Gran fuga beethoveniana”. Y añadió: “Me parece que los poetas tenemos mucho que aprender de los músicos. No me refiero a los efectos auditivos, sino a los procedimientos de composición: discanto, contrapunto, desenvolvimiento de los temas esenciales, alternancia de movimientos, etc.”
Son muchas las influencias que la música ha ejercido sobre ciertas narraciones y poemas desde un punto de vista estructural. El ejemplo más chocante que conozco es el de la “lectura” de Fortunata y Jacinta de Galdós como una novela sinfónica, según Chamberlin (Galdós and Beethoven. Fortunata y Jacinta. A Symphonic Novel, Londres, 1977). Es curioso que el vienés de Bonn haya atraído la atención de tantos escritores, como el André Gide de La Symphonie Pastorale (1919), quien se deleitaba con una música inefable que pinta el mundo no como es, sino como hubiera podido ser. Siguiendo con la Sinfonía nº 6, es inevitable el recuerdo de una de las últimas obras de Armando Palacio Valdés, Sinfonía Pastoral (1931), en la que sus cinco partes tienen títulos (desde el inicial Andante con moto hasta el Presto finale) como los de una sinfonía imaginaria. Luego veremos más ejemplos beethovenianos, pero hay otros muchos de obras literarias subdivididas con los términos italianos del tempo musical, que evocan otros géneros (concerto, capriccio, hasta óperas y operetas) y otros compositores.
Son más interesantes los intentos desesperados de polifonía narrativa, algo que la música practica con total naturalidad y que las letras “envidian” e imitan a veces sin poder conseguir nada comparable. (No me refiero ahora a las sutiles distinciones bajtianas entre “yo individual” y “yo social”, es decir a las polifonías producidas por las diversas voces que concurren en un discurso aparentemente individualizado). Los pasajes más oscuros, casi ininteligibles, del Ulises de James Joyce (1922) pueden deberse, según algunos de sus estudiosos, a la utopía de una escritura polifónica en la que se habrían superpuesto, como en la música, varias voces simultáneas; no sucesivas, como ocurre, y por eso es más legible, en el célebre Contrapunto de Aldous Huxley (1928), cuyo título no es casual. Hay otros muchos intentos, como el de Vladimir Nabokov en Pale Fire (1962) o el de Julio Cortázar en Rayuela (1963), etc.
Uno muy curioso a tres voces es el de un breve fragmento de la primera parte de la novela de Anthony Burgess titulada Napoleon Symphony. A Novel in four Movements (1974), cuyas cuatro partes se acogen a los tiempos de la Tercera Sinfonía de Beethoven: en ese pasaje, al llegarle al futuro Emperador noticias de la infidelidad de su esposa Josefina, el escritor mezcla los furiosos pensamientos de Napoleón (en MAYÚSCULAS) con las confusas justificaciones de su mujer (en minúsculas) y las súplicas de los dos hijos de ella, Eugenio y Hortensia (en cursivas), sin más separación que el punto final cuando todos confluyen en la misma palabra: “corazón corazón corazón”. No es extraño el intento en un escritor como Burgess que fue también compositor, tan unido a la música siempre y en especial en obras como A Clockwork Orange (1962), hoy famosa por la película de Kubrick, en la que había jugado a imitar la estructura de la Novena Sinfonía beethoveniana, o The Pianoplayers (1986), o Mozart and the Wolf Gang (1991).
Volviendo a la polifonía, el de Burgess no es caso único, ni mucho menos. El más reciente que conozco es el del John Maxwell Coetzee en Diary of a Bad Year (2007), aunque la solución es distinta: el escritor protagonista prepara un conjunto de ensayos a petición de una editorial, y con ellos comienza el libro de modo tradicional; pero desde muy pronto cada página se acompaña, en un bloque inferior de líneas, del relato que el propio escritor hace de su relación con una joven y atractiva vecina que está mecanografiando su libro; y muy pronto —desde el sexto ensayo— aparece un tercer relato en la parte más baja de cada página, el de la versión de la joven Anya sobre todo el asunto.
En poesía no son desconocidos estos intentos, tanto los de imitación de estructuras como los polifónicos. En cuanto a los primeros, la “Oda a Santiago” de fray Luis de León ya fue analizada como una hermosísima sonata, con el despiece de sus temas en la introducción, exposición, desarrollo con recitativo y cadencia, coda y epílogo o final. Y quien realizó este análisis en 1928, Gerardo Diego, también aplicó esquemas músicos en sus poemas. Uno de sus más extensos poemas mayores, la creacionista “Fábula de Equis y Zeda” (1930), es según confesión propia otra sonata “compuesta con técnica de composición musical”, y por ello sus tres partes son tres tiempos: “La música fue mi guía”. Y no fue la única vez. En los nuevos poemas añadidos a la segunda edición de Poesía amorosa (1970), acogió catorce poemas bajo el rótulo de “Invenciones a dos voces”, refiriéndose a obras que Bach compuso para el aprendizaje de hijos y discípulos, las famosas Invenciones a dos y tres voces con las que los tañedores de tecla comienzan a introducirse en los secretos del contrapunto imitativo.
Otro proceso más complejo es el del llamado “poema reversible”, es decir, el que puede leerse también desde el final hasta el principio: es un caso más de imitación (consciente o no) de un procedimiento musical contrapuntístico, el del canon retrógrado o cancrizans: es decir, aquel cuyo tema, leído literalmente del revés y simultáneamente, constituye su respuesta. Un ejemplo muy sencillo es el del primero de los “Cánones diversos sobre el tema regio” que J.S. Bach, incluyó en la Ofrenda musical (1747). En el campo de las letras esto también sucede con el palíndromo, “palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda”: Augusto Monterroso, en su miscelánea de 1972 Movimiento perpetuo (otro título explícitamente musical), incluyó un capítulo “palindrómico” (“Onís es asesino”) y discurrió graciosamente sobre la cuestión. La ventaja de la música en este terreno es que las dos voces del canon bachiano o las múltiples voces de la polifonía policoral están diseñadas para ser oídas simultáneamente, mientras que estos juegos de letras son siempre sucesivos.
Esto mismo ocurrirá inevitablemente cuando se quiera hacer con ellos poesía: más aún, en la poesía ya ni siquiera podremos hablar de palíndromos, pues lo que se dilucida en el “poema reversible” es la doble lectura del poema de arriba abajo y luego de abajo arriba, pero no letra a letra, ni siquiera (salvo levísimas excepciones) palabra a palabra, sino verso a verso, o frase a frase si se trata de prosa poética. Hay bastantes ejemplos para analizar: poemas de Josep Maria Junoy fechados desde 1918, de Juan Larrea, y de su amigo Gerardo Diego, ambos en 1919; y otros más recientes, alejados ya del clima de las vanguardias históricas, como los de Pureza Canelo en 1974, Jesús Hilario Tundidor en 1978, Bernardo Schiavetta en 1983, o Juan Manuel Rozas en su póstumo Ostinato (1986), otro título bien músico.