La inocencia perdida
De Elizabeth Bowen conocíamos hasta ahora una novela, La casa en París, y un libro de memorias donde narra su infancia dublinesa, Siete inviernos, publicados ambos por Pre-Textos. Vinculada a la órbita de Bloomsbury, la autora angloirlandesa cultivó una escritura meticulosa, muy elaborada y no ajena a las inquietudes experimentales del modernismo. Su prosa persigue los matices, procede por sutiles alusiones y se centra en las relaciones y los sentimientos, pero también en la descripción indirecta de los contextos sociales, lo que descarta la fácil etiqueta de literatura intimista. Dada a conocer por Impedimenta en traducción de Eduardo Berti, La muerte del corazón (1938) se sitúa en el Londres de entreguerras y está protagonizada por una joven huérfana, Portia Quayne, que es acogida por su medio hermano en un entorno extraño. Su experiencia recorre tres partes significativamente tituladas “El mundo”, “La carne” y “El diablo”, en las que se describe su traumática iniciación a la vida adulta. La pérdida de la inocencia —uno de los temas recurrentes de Bowen— no implica necesariamente la caída, sino una vía más o menos dolorosa, acaso inevitable, de acceso al conocimiento, que pasa por el análisis de la propia identidad y su confrontación con el pequeño universo que nos rodea.
Como de costumbre, la controversia en torno a la concesión del Nobel a Mo Yan ha tomado un sesgo más político que literario, malentendido al que ha venido contribuyendo la propia Academia sueca. Bastantes de las novelas del autor chino habían sido publicadas por Kailas, casi todas en versiones no directas del original. La traducción de la hermosa y autobiográfica Cambios (Seix Barral) por Anne-Hélène Suárez Girard rompe esa mala práctica cuyas limitaciones han sido denunciadas por estudiosos como Maialen Marín Lacarta, pero cada vez hay más profesionales capaces de acercarse a la lengua china sin intermediarios. Es el caso de Leonor Sola Camino, que ha publicado en Sexto Piso los maravillosos retratos y entrevistas que conforman El paseante de cadáveres de Liao Yiwu. Represaliado tras la matanza de Tiananmen y actualmente exiliado en Alemania, donde recibió el Premio de la Paz durante la última Feria de Frankfurt, Liao ha calificado al reciente Nobel como un “cínico” al servicio del sistema, pero a los escritores —sobran los ejemplos que aúnan el talento indudable y la moralidad dudosa— hay que juzgarlos sobre todo por sus libros.
Ya el inolvidable comienzo de Siempre hemos vivido en el castillo (1962), la asombrosa novela de Shirley Jackson publicada por Minúscula en traducción de Paula Kuffer, sugiere que nos encontramos ante una narradora poco común, capaz de suscitar en pocas líneas la expectativa de una historia aterradora. Comparada por Joyce Carol Oates, que firma el epílogo, con otros niños o adolescentes de la literatura norteamericana del medio siglo como la Frankie de Carson McCullers (Frankie y la boda), la Scout de Harper Lee (Matar un ruiseñor) o el Holden Caulfield de Salinger (El guardián entre el centeno), la joven Mary Katherine Blackwood, llamada “Merricat”, tiene dieciocho años, sueña con ser una mujer lobo y vive rodeada de muertos en vida o de muertos a secas. Su voz poco fiable, pero persuasiva y enormemente seductora, marca el tono de una novela que combina los referentes góticos, el humor negro, la crueldad maliciosa y una atmósfera opresiva que en efecto, como señala Oates, remite a Otra vuelta de tuerca, solo que la agorafóbica Jackson es más salvaje que el ultrarrefinado James.
Reeditada hace unos meses por Minotauro con motivo del L aniversario de su publicación en 1962, La naranja mecánica fue con mucho la novela más exitosa de Anthony Burgess, pero su popularidad proviene, como bien sabía el autor, no tanto del conocimiento directo del texto —“oh hermanos míos”— como de la impactante imaginería de la película de Kubrick (1971). Del mismo modo que la edición norteamericana de la novela, sin embargo, el filme no incluía el desenlace donde Burgess describió el momento en que su criminal protagonista, Alex, comprende que “la violencia es una prerrogativa de la juventud” y resulta en el fondo aburrida e infecunda. Ese discutido capítulo 21 —séptimo y último de la Tercera Parte— no fue del agrado del editor neoyorquino, que lo consideraba “blando”, pero en un prólogo de 1986 el novelista defiende su papel a la hora de resaltar, como buen católico, la importancia del libre albedrío. Dicho propósito no impide que el discurso del narrador —en parte por el uso del nadsat, la jerga o neolengua inventada por Burgess— resulte farragoso y reiterativo, pero sitúa su atormentada peripecia en un contexto que va más allá de la espectacular exhibición de nihilismo.