Sergio Vila-Sanjuán: «La publicidad es la memoria sentimental de un país»
—Su novela es la historia de cuatro vidas cruzadas que representan la clase alta, la publicidad, las víctimas de la Guerra Civil y el mundo empresarial.
—Siempre me ha gustado la novela policíaca sin crímenes, en la que lo importante es el enigma que hay que resolver. En Estaba en el aire convergen Tona, hermosa dama de clase alta que arrastra una desgracia; Juan Ignacio Varela, un idealista que ha prosperado por su matrimonio y por su propio trabajo como publicista; Antonio Luna, el inmigrante que busca abrirse paso y encontrar a su familia, y Pladevall, un empresario con conexiones políticas que pertenece a la droite divine implicada en el tejido de la dictadura pero al mismo tiempo vanguardista. Una clase social que contribuyó a crear empresas como la Seat e invirtió en los medios de comunicación, sin dejar de estar atenta a la caza de cualquier negocio lucrativo. Esa droite divine, que sabía vivir muy bien, tenía sus propios códigos morales y era la que lideraba la ciudad. Mi novela es la historia coral de unos personajes que tejen su propio destino en una trama cerrada de actividades empresariales y periodismo en torno a un enigma basado en los sentimientos.
—En esa trama, el mayor protagonismo lo tiene el despegue de la publicidad de los años sesenta que dio pie al nacimiento de la sociedad de consumo.
—La expansión del mundo de la publicidad, a partir del Plan de Estabilización del 59, dejó atrás la España de posguerra y ofreció una imagen de prosperidad del país, con descapotables, modelos sofisticadas y productos modernos. Los creativos, fotógrafos y guionistas de los sesenta, crearon un concepto visual de lo que era la sociedad a través de una publicidad que explicaba cómo les apetecía que fuese la nueva sociedad, con señoras altas, guapas, rubias, que abrían neveras fenomenales. Es verdad que aquello se parecía más a las películas americanas de la época que a una realidad en la que la gente iba los sábados a los baños públicos a lavarse la cabeza. El sueño americano fue la clave del consumo, al que incitaba la publicidad de los años sesenta.
—Una imagen que chocaba con la dura realidad de los obreros, la dolorosa huella de la Guerra Civil y el control que ejercía el Servicio de Represión de las barracas sobre los inmigrantes que llegaban a Barcelona.
—Es cierto. El éxito del programa Rinomicine le busca, de RNE en Barcelona, se debía a esos miles de cartas escritas por personas, con historias humanas muy duras, que intentaban encontrar a familiares desaparecidos durante la guerra. El hecho de que detrás de ese éxito estuviese la huella dolorosa del pasado explica que la policía y la propia censura estuviesen muy pendientes del programa. En aquellos años, en los que se consolidaron industrias como la Seat con severas condiciones laborales y residuos de la posguerra, comienza también el gran movimiento de población hacia Barcelona y Madrid en busca de trabajo. Y aunque la Cataluña próspera se construyó con estos transtierros, hubo un momento en el que la ciudad no podía absorber más inmigrantes ni más asentamientos de barracas. Por eso se creó ese Servicio que colocaba guardias en las estaciones. Los que no tenían permiso de trabajo eran trasladados a campamentos y devueltos a sus pueblos de origen a los pocos días.
—Volviendo al mundo de la publicidad, en su novela aparecen muchas marcas y eslóganes de la época. ¿Fueron su magdalena de Proust?
—Las marcas, como Rinomicine, Calmante Vitaminado o Coca-Cola, al igual que los eslóganes que las acompañaban, representan un mecanismo de identificación, sobre todo generacional. La publicidad es la memoria sentimental de un país. El recuerdo de esas marcas, el de las Ferias de Muestras que se celebraban en la plaza de España y los que tengo de mi infancia acerca de la publicidad, que era el mundo al que pertenecía mi padre, fueron mi magdalena de Proust.
—En ese ejercicio de memoria, usted narra también la evolución de la ciudad a través de los comercios que aparecían y desaparecían en aquellos años.
—Desde la gestación de la novela me gustó hacer esa reconstrucción de las tiendas que había en Barcelona. Era volver a hacer un paseo por mi infancia para explicar cómo el comercio te da el verdadero pulso de una ciudad. Y por otra parte ese constante cambio de tiendas también da una idea de lo que es el capitalismo.
—Aborda también la planificación de campañas, la rivalidad entre los creativos y la aplicación del sistema Dale Carnegie enfocado a las ventas. ¿Quería mostrar cómo funcionaban esas empresas de publicidad por dentro?
—Me interesaba mucho contar ese funcionamiento porque apenas ha sido tratado por la narrativa. Desde el primer momento me propuse mostrar cómo vendían sus productos, la creación de los eslóganes, la tensión constante que los empujaba a trasnochar, a fumar y beber constantemente. En esa España eran muy populares los cursos de Carnegie que se impartían en hoteles a los directivos de la clase media que empezaba a gestarse y enseñaban a empatizar, a mejorar las relaciones públicas, a provocar que el cliente pensase que la idea había sido suya. Lo de Dale Carnegie es algo que alguna gente conoce, pero se ha olvidado el significado que tuvo.
—Una clase media representada por el pluriempleo que ejercían también los periodistas que, en esos años, buscaban estar más cerca de la calle y alejarse de los partes oficiales. Lo contrario de lo que se ha hecho en las últimas décadas.
—Los periodistas de los años veinte, que aparecían en Una heredera de Barcelona, ya ejercían ese pluriempleo entre bufetes y redacciones. En los sesenta era igual. Los profesionales corrían todo el día de las radios y las televisiones a los diarios para ganar un sueldo peladito. A pesar de esa precariedad económica y de sortear problemas como el de la censura, empezaba a existir un ambiente de mayor libertad. Al mismo tiempo empezaron a surgir grandes programas radiofónicos y los estudios Miramar de televisión. Todo ello facilitó que los periodistas pusieran toda la carne en el asador e intentasen modernizar la sociedad con una mirada alejada de la rutina de los partes oficiales, buscando buenos reportajes e historias humanas, como hacía Rinomicine le busca. Luego, con la Transición, llegó la edad dorada del periodismo y ahora la crisis nos ha devuelto a los tiempos en los que había que trabajar por un sueldo muy ajustado.
—Además del legado de su memoria familiar, presente en sus dos novelas, ¿qué otras claves alimentan su apuesta por el realismo romántico?
—Siempre he tenido inclinación por el realismo romántico de Henry James y Evelyn Waugh, con sus ambientes sofisticados, el tratamiento del humor y la psicología de los personajes, pero también me marcó el taller de José Donoso al que asistí con dieciocho años en Sitges y las lecturas de Capote y de Gay Talese, de los que aprendí a crear situaciones construidas en torno a una anécdota y que funcionan como un mosaico de subtramas que enriquecen la historia. Sin olvidar mi trato con maestros como Vargas Llosa, el escritor por antonomasia, o con Terenci Moix, de los que he aprendido mucho.