Gozosa filología
Penúltimo cuaderno
Antonio Prieto
Ariel
256 páginas | 22,90 euros
Hay quienes no conciben ocio o jubilación que no sean productivos, aun después de una carrera literaria, académica, profesional y docente que en el caso de Antonio Prieto, pues a él nos referimos, habría justificado no años sino décadas de merecido descanso. Ello es porque la buena literatura, como la buena filología, constituye menos un oficio que una pasión, que además, al contrario que otras, puede no ya perdurar sino acrecentarse con el tiempo. Solo en el último lustro, Prieto ha publicado las novelas La metáfora inacabada (2008), La sombra de Horacio (2009), El manuscrito sellado (2010), La cabra de Diógenes (2011) y El olfato, el amor y la carcoma (2012). Parece que tiene alguna otra en preparación y cabe esperar que no sea la última, pero entre tanto ha dado a las prensas, por decirlo al modo tradicional, este Penúltimo cuaderno donde retoma su perfil universitario para ofrecer una muestra, relativamente breve pero muy valiosa, de sus vastos intereses como profesor y filólogo, si bien el libro, aunque misceláneo, dista de ser una mera gavilla de escritos recuperados.
No lo es por la calidad de los textos, pese a que se trata en buena medida de “lecciones de clase”, ni tampoco por el propósito general que los anima, que queda suficientemente claro en el subtítulo, Una reivindicación de la cultura humanística. Pero Prieto, además, ha contextualizado cada una de sus seis inquisiciones en sendos introitos —redactados con la intención de “atrapar un fragmento recordado del pasado que mitigara la herida del tiempo”— donde se apuntan etapas o episodios de su biografía académica, con lo que el conjunto tiene algo de balance mínimo, si se quiere, pues no cabe una vida tan rica en tan pocas páginas, pero revelador de la “historia en cuanto acto humano” que motivó la redacción de cada uno de los capítulos y, en definitiva, de la forma en que el veterano humanista observa, ya desde la distancia, su fecundo itinerario.
Por un lado, entonces, las lecciones remiten a las amadas reales o sublimadas desde los poetas latinos hasta Boscán y Garcilaso, a un “heterodoxo panorama del Renacimiento” trazado por la época en que suprimieron los añorados cursos comunes, a una jubilosa “invención” a propósito del autor o protagonista de La Celestina, al “arte de novelar” y la ficción histórica —que ha sido cultivada por el propio Prieto con rigor, brillantez y buen gusto—, a un “perfil encapotado” de Moratín —por el que nunca sintió gran simpatía— evocado en su centenario, a la “extremosa vida” y el genio literario de Lope de Vega. Por otro, sabemos de cuando el todavía alumno codirigía el Teatro de la Facultad de Letras de Madrid, de cuando el joven doctor —días felices en Argüelles— hacía de “negro” o se alimentaba casi exclusivamente de garbanzos, de cuando tuvo noticia del mayo francés por los tiempos en que profesaba en la Universidad de Pisa, de cuando ya en la Complutense y por efecto de las “algaradas estudiantiles” las clases se impartieron por unos días fuera de las aulas, de cuando los inspectores del Erario husmeaban en su biblioteca, de cuando andaba ocupado en sus beneméritos proyectos editoriales de los setenta, de cuando veía en una de sus alumnas “el rostro de aquella Melibea de ojos verdes, rasgados y mirada encendida” que ignoramos si fue la misma muchacha que preservó los apuntes, ahora fijados para siempre.
Hay una cierta melancolía, siempre bienhumorada, expresa en el temor “a caer ya en el lado de allá para comprender mejor a los autores finados con los que procuraré entenderme sin llegar a excesos”. En otro lugar del Cuaderno se autodefine Prieto como ese personaje “que ya se va del discurso y me interpretó” o como “un viejo profesor universitario, a punto de extinción, que no renuncia de su vocación cuando narra”. Tampoco ha renunciado a la narración cuando ha hecho, como aquí, gozosa filología.