Eduardo Mendoza: «El humor tiene mucho que ver con el lenguaje del desencanto»
—En su última novela, El enredo de la bolsa y la vida, recuperó a su personaje, el detective loco. ¿Una demanda de los lectores o el mejor personaje para contar una historia con el escenario de la crisis?
—La demanda es real. Tengo lectores fieles que empezaron a leerme en la escuela, hace 25 años, con El misterio de la cripta embrujada y luego han seguido. Es posible que sus hijos hayan comenzado a leer también aquellos mismos libros y esto hace que tenga siempre muy presente a estos lectores que, por otra parte, me preguntaban en la calle cuándo iba a volver el personaje. Y la actualidad que estamos viviendo era un escenario perfecto para su regreso.
—El éxito de esta novela y de las anteriores, protagonizadas por el mismo personaje, ¿se debe a que es un tipo que resulta cercano?
—Este personaje representa efectivamente al hombre de la calle en la situación más esencial. No tiene futuro, pasado ni presente, y a menudo no tiene ni ropa. Solo le mantiene el ingenio y una última dignidad. No da su brazo a torcer ni se deja tentar por el falso lujo, el falso consumo o la falsa filosofía. Esto es lo que me atrae del personaje y lo que provoca que la gente se reconozca en él. Muchos lectores me dicen que se ven reflejados en esa inseguridad suya, en cómo quiere integrarse en la sociedad sabiendo que es un impostor que tiene que representar un papel que le sale a medias. Él reproduce los códigos que cree que se han de usar en cada momento, la contraseña para entrar en la sociedad. A pesar de equivocarse y de que su vida está llena de dudas y fracasos, es muy consciente de lo que está haciendo. Creo que con esto nos identificamos todos.
—¿La imaginación del escritor está entonces en la calle?
—Estoy totalmente convencido de esto. Como decía mi maestro Baroja: “no sabe el que no bebe el vino de las tabernas”. Me gustan mucho los transportes públicos, ir al mercado, hablar con los taxistas, pelearme sobre fútbol. Todo esto es imprescindible para conocer puntos de vista, escuchar las voces y la realidad del lenguaje.
—Al igual que este protagonista, en sus novelas hay otros que también representan ese sentimiento de sentirse desplazado frente a los demás.
—Sí, esto viene de mi temperamento y de mis circunstancias personales, que no han sido tan extremas pero sí que como charnego, que no era de un sitio ni de otro, siempre estuve dispuesto a integrarme y aunque he sido bien tratado por todos no he perdido la sensación de no tener un carnet de identidad. Ahora me trae sin cuidado aquel desarraigo, pero en otro tiempo hizo que me inventase la historia de una ciudad.
—Lo que está claro, tanto por su novela como por las noticias de la realidad, es que hemos recuperado la picaresca.
—Me temo que sí. La picaresca, que en el fondo nunca se fue de nuestra Historia ni de nuestras vidas, está muy presente, y también esa actitud senequista de qué le vamos a hacer. Pensamos que las cosas iban a cambiar y resulta que no. Hoy, el Buscón don Pablos está de nuevo en funciones.
—Picaresca que usted mezcló a mediados de los setenta con el género negro del que fue pionero, junto con González Ledesma y Vázquez Montalbán. ¿Cómo surgió esa combinación?
—Nunca he racionalizado mucho mi escritura ni la idea sobre la que comienzo a escribir una historia. Al que lo hace, le inhibe profundamente. El principal enemigo del talento es la inteligencia. Primero escribo y después pienso lo que he escrito. Yo empecé en la novela de misterio, cercana al género negro, con La verdad sobre el caso Savolta, porque ofrecía un bastidor muy interesante, muy vital, sobre el que podía construir cualquier tipo de historia que además permitía actualizar la picaresca. Tan solo había que seguir modelos muy claros como el de Raymond Chandler para hacer la crónica de la Historia de España. Algo muy claro en las novelas de Carvalho, porque Manolo era un periodista de batalla muy bueno.
—En La ciudad de los prodigios, usted afirmaba que los pilares de la sociedad son la ignorancia, la desidia y la injusticia. Parece una radiografía de la sociedad actual.
—En sus novelas, detrás de la parodia hay cargas de profundidad sobre valores y conceptos.
—Creo que el humor nos lleva a un tipo de diálogo, de parámetros, donde el gran discurso es más fácil de introducir porque los rasgos están exagerados. Con el humor puedes crear un espejo deformante en el que entra todo, y sirve para crear afinidad, acercar la parte más trágica del discurso. Te permite transmitir verdades, críticas, y hace más fácil la asimilación. El humor es un rasgo de civilización destinado a conservar la armonía, a evitar el conflicto. También tiene mucho que ver con el lenguaje del desencanto.
—El humor es parte de la mirada?
—Sí, porque es el lugar en el que se pone el narrador para seleccionar, contar y dramatizar los hechos. Pero es importante saber que el humor es una propuesta difícil, de riesgo, porque aciertas o te equivocas sin término medio. Me gusta mezclar el humor de los hermanos Marx, de Oscar Wilde, el chiste escatológico. El humor debe ser una mezcla perfecta de ternura y de crueldad.
—Pero en este país la literatura con humor parece no estar bien vista.
—Es verdad. Parece que si escribes con humor eres menos respetable. Nadie se acuerda de Mihura, de Llopis, de Tono, ni siquiera aparecen en los manuales de literatura. El que no exista un humor culto en la literatura se debe tal vez al peso de la novela del XIX, que era muy seria. Sin embargo, el humor te hace ganar frescura y calidad. El humor es el género que mejor resiste el filtro del tiempo.
—Las peripecias del loco, detective y peluquero, van parejas al tiempo de su vida y del país: la Transición, la Barcelona olímpica, las elecciones…
—Esa es otra de las cosas que me propuse con este personaje. Hacer un retrato al minuto del tiempo presente. Hablar de la realidad exige que hayan pasado al menos 25 años. Lo comprobé cuando escribí Mauricio o las elecciones primarias, porque me equivoqué al hablar de aquella sociedad marcada por el desencanto, el sida, la crisis económica, por todos los pozos en los que habían ido cayendo las sucesivas libertades, ilusiones y rebeldías que parecía que iban a ser el gran cambio, en ese momento. Me costó muchísimo tomar la distancia entre mis recuerdos personales y la documentación. Me desorienté y desorienté al lector. En cambio, con la picaresca puedes hacerlo porque este personaje no tiene criterio selectivo y favorece la mezcla absurda, el esperpento. Me gusta mucho esa parte de Valle-Inclán, sobre todo el esperpento de La hija del capitán, que es maravilloso, donde cuenta el golpe de estado de Primo de Rivera que está pasando en ese momento. El esperpento es una bula para contar cualquier cosa.
—Pero además de Valle-Inclán, tiene usted otros referentes como Baroja o Cervantes.
—Tuve la gran suerte de recibir una muy buena formación literaria clásica. Tanto en mi familia, que adoraba a los clásicos españoles, como en el colegio. Esas lecturas fueron determinantes en mi aprendizaje, para escribir desde estos maestros. Fui abducido enseguida por la brillantez de Cervantes y su manera de darle la vuelta a todo, por su mirada humana y bondadosa con los personajes, que son buena gente, por la mezcla de realismo en el contexto y de surrealismo en las acciones que aparece en el Quijote. Baroja fue el primero que me llevó de tascas y prostíbulos. Sentí afinidad por su manera de narrar, por esa mezcla disparatada de reflexión y aventuras, por su talento para el adjetivo y la libertad de su estilo. Luego llegó Dickens, al que sigo leyendo de vez en cuando, y me enseñó el tratamiento de los dramas de la realidad. Me gusta también porque es el único escritor del XIX con humor.
—¿La parodia sirve para relativizar la Historia?
—Sirve para varias cosas. Para hacer un apunte rápido que la exageración permite que sea más tosco pero igualmente funcional. Para ir recordando continuamente al lector que no es un libro de Historia sino una recreación literaria sin rigor histórico. En el caso de La ciudad de los prodigios la exageración está inspirada en el recurso que nos enseñó el realismo mágico, ahora tan denostado pero entonces muy valorado, para sacar al lector de esa tendencia de querer verdades, de que las novelas sean un manual de Historia. En esa novela lo que me interesaba especialmente era el mito fundacional, cómo la ciudad crece y se ve a sí misma.
—¿La mejor manera de conquistar una ciudad es escribiendo sobre ella?
—Es una de las formas. La mejor, desde luego, es ser constructor, pero esa otra es más barata, más inofensiva. En La ciudad de los prodigios está mi vuelta a Barcelona después de once años de exilio gozoso, de volver sin ganas de volver y encontrar todas las dificultades de la readaptación a un mundo familiar pero también muy duro. Una forma de recuperarlo fue escribir sobre el pasado todavía vivo en el presente, pero muy distorsionado, pasándolo por la licuadora de la memoria colectiva para mezclar lo que has oído, lo que la gente cree saber y lo que realmente sucedió. Esa mezcla es nuestra realidad y también es la propia ciudad. Las ciudades evolucionan a una velocidad pasmosa. Lo comprobé en los once años que viví en Nueva York, que pasó de ser un lugar siniestro y violento a la capital del fashion. Esto me permitió ver que en Barcelona ocurriría lo mismo. Al final la ciudad, más que un escenario, es un personaje.
—Uno de los rasgos más celebrados de su estilo es la variedad de registros que maneja. ¿Se considera un escritor de géneros?
—Pero no solo yo. Pertenezco a una generación que redescubre los géneros después de un trabajo quirúrgico, necesario pero doloroso, de toda la literatura formalista y experimental de los años cincuenta y sesenta. Todos admirábamos a Juan Benet, pero aquello era la asfixia literaria. Él nos hacía leer a Claude Simon porque decía que debíamos olvidar nuestra formación lectora con El Coyote y Pulgarcito, y nosotros respondíamos que precisamente lo que queríamos hacer era eso, el Pulgarcito puesto al día. Benet nos metía unas broncas tremendas, aunque luego nos defendía, como hizo con Javier Marías cuando los críticos se metieron con Los dominios del lobo y Travesía del horizonte, en las que rescataba las novelas de piratas. Nuestra postura la explica muy bien Savater en La infancia recuperada, donde justificó lo que estábamos haciendo. Me gusta mucho escribir novela sabiendo todo lo que ha pasado, mezclando géneros, voces, hablas diferentes. A esto lo han llamado ser posmoderno.
—¿Ser traductor le ha enriquecido como escritor?
—Es fundamental para conocer el lenguaje. Lo único que le recomiendo a la gente joven que me pregunta qué tiene que hacer para escribir es que traduzca, aunque no sea de manera profesional, porque ese trabajo de desmontar y de volver a montar lo que han hecho otros y ver en qué consiste el artificio es una lección impagable. Traducir te hace adquirir una mejor conciencia del lenguaje escrito y también aprendes a adiestrar el oído para las frases escritas. Soy un relojero de las frases, me interesa mucho que cada una tenga su propia entidad y lleve a la siguiente, porque si no el lenguaje se convierte en un agujero por el que se cuela lo que quieres escribir. Las frases han de tener claridad, vivacidad, ser pasta al dente. El lector ha de ser consciente del tejido del que está hecho el vestido.