Camino de perfección
CLÁSICOS | Vargas Llosa publicó ‘La ciudad y los perros’ a los 27 años, en 1963, pero había comenzado a redactarla en 1958, en una tasca madrileña llamada El Jute, y la terminó en 1961, cuando ya estaba instalado en París
No resulta aventurado decir, a estas alturas de la historia, que con La ciudad y los perros se inaugura lo que hemos conocido como el boom latinoamericano y que tantas y tantas buenas novelas nos ha ofrecido desde entonces a los lectores ya no solo de ambos lados del Atlántico, sino del mundo entero. Por estas fechas se han celebrado precisamente los cincuenta años de esta novela que dio rápida fama y reconocimiento a su autor, Mario Vargas Llosa, y que se constituyó, aunque sea de manera simbólica, como el pistoletazo de salida de una literatura rica, compleja y variada que ha servido de inspiración y modelo a las sucesivas generaciones de escritores en lengua castellana.
Esta primera novela del boom representa también un modelo literario casi a escala de lo que fue el propio fenómeno, a saber, una propuesta estética de vanguardia y que absorbe lo más interesante de la literatura norteamericana —sobre todo de la denominada “generación perdida”— tanto como de la rica literatura europea de posguerra; una visión renovadora (y cuestionadora) del propio paisaje urbano y social donde se instala la trama; y un modo de concebir la literatura como un oficio, ya no solo como un pasatiempo exquisito. Lo sorprendente es que todo este planteamiento brota de la pluma y del intelecto de un jovencísimo escritor peruano que, cuando aparece la novela en 1963, en el sello Seix Barral, tenía 27 años. Sin embargo, ese primer borrador de mil doscientas páginas comenzó a redactarse laboriosa y empecinadamente en el ya remoto año de 1958, en una tasca llamada El Jute de la madrileña calle Menéndez Pelayo, y se terminó en 1961, cuando el escritor peruano ya estaba instalado en París.
La novela fue celebrada de inmediato por la crítica, gracias al ojo avispado de Carlos Barral, quien propone al autor enviarla al premio Biblioteca Breve, y nada más publicarse gana el Premio de la Crítica para después empezar su imparable peregrinaje por otras lenguas, hasta superar la veintena de idiomas a los que es traducida. Con todo, La ciudad y los perros es apenas la punta del iceberg de quien, andando el tiempo, se revelaría como uno de los escritores más importantes de las letras castellanas del siglo pasado —y del presente, pues Mario Vargas Llosa sigue su incombustible producción literaria sin mostrar visos de agotamiento— y que ha ido ofreciendo a sus lectores una obra robusta, riquísima, que ha recibido todos los honores y todos los reconocimientos internacionales posibles, desde el premio Rómulo Gallegos en 1967 al Nobel de 2010.
Sin embargo, su propio camino, el camino de La ciudad y los perros, está salpicado de asperezas y dificultades. Esta primera novela del joven Vargas Llosa (que inicialmente se llamó La morada del héroe y después Los impostores) es rechazada sistemáticamente por varias editoriales sudamericanas y españolas e incluso cuando, a instancias del crítico francés Claude Couffon, el editor Carlos Barral acepta el manuscrito, este recibe informes muy desalentadores del equipo lector de la editorial. Luego tendrá que esquivar de los mejores modos la censura franquista gracias, nuevamente, a la astucia del editor catalán, quien logra sacar el libro prácticamente indemne de las tijeras represoras. Lo que sigue a partir de ahí se instala ya en el terreno de lo legendario, pues se dice que Carlos Barral, pese a esos primeros informes negativos, lee el manuscrito y queda encantado con él, con esa historia sombría y dura como pedernal que trata de un lejano colegio militar situado en la neblinosa ciudad de Lima y donde parece bullir, con todo su fulgor de oprobio y complejidad, la composición entera de un país marcado por las desigualdades. No está de más recordar que toda esta historia de cadetes, de palizas y humillaciones escolares, de la pérdida más flagrante de la inocencia surge, como sabemos, de la propia experiencia traumática que vivió Vargas Llosa en la pubertad, cuando reaparece el padre al que creía muerto y a raíz de ello es rápidamente “expulsado” del ambiente idílico donde vivía hasta entonces, mimado por su madre, consentido en sus caprichos por tías y adorado por sus abuelos. Al padre, aquella vida femenil y “amariconada” le asquea terriblemente y para hacer del joven Vargas Llosa un verdadero hombre lo matricula en un colegio militar, confiando en que esa vida más que cuartelera, casi de presidio, lo despoje de las blandengues voluptuosidades en que se había criado hasta entonces y socave de paso aquella feminoide inclinación por la poesía que demostraba su hijo. Sin embargo, el resultado del paso de Vargas Llosa por el colegio militar Leoncio Prado (por fortuna para sus lectores) significó el contacto del joven escritor con una realidad social que hasta entonces desconocía y que se convertiría en el caldo nutricio para esa primera y celebrada novela, una arborescente alegoría de lo que ocurre en una sociedad implacablemente estratificada, calcinada por el racismo y donde los valores morales son más bien una tosca mezcla de prejuicios y órdenes militares: no en vano la publicación del libro fue saludada por el colegio con una pira de volúmenes que se quemaron en su patio principal…
Pero naturalmente, esto de por sí no habría bastado para que La ciudad y los perros pasara a la historia de nuestra literatura nada más publicarse. Se trata entonces del modo, de la enorme complejidad de la apuesta narrativa que se demuestra aquí y que posteriores novelas solo van a refrendar, como si cada anterior libro, además de abrirse a nuevas atmósferas y tramas, fuera para Vargas Llosa una suerte de laboratorio donde ensayar renovadas audacias, ingeniosos requiebres técnicos, aguzados inventos estructurales: La casa verde, Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras…, demuestran ese empeño que convierte al Nobel peruano en un virtuoso de la técnica narrativa, sobre la que además ha reflexionado en innumerables ensayos y conferencias, y reafirma el talento que ya encontramos en La ciudad y los perros y que seguramente fue lo que entusiasmó a Carlos Barral primero, y posteriormente a lectores y críticos. La técnica es impecable, llena de acerada inteligencia formal, y revela además al buen lector de Faulkner y Flaubert que es Vargas Llosa. Los diálogos se suceden con precisión, estilizados y concisos. Los narradores son múltiples y parecen pugnar por encarar al lector con sus propias perspectivas de lo que se cuenta; el tiempo narrativo, quizá uno de los grandes hallazgos de la obra vargasllosiana, literalmente salta por los aires y abandona toda cautela cronológica atravesado de flashbacks y episodios retrospectivos que hacen que la historia sea asediada desde diversos ángulos, que todo funcione como un eficaz ingenio de relojería. Y sin embargo, como a menudo ocurre en el misterioso mundo de la creación, nada de lo antes dicho parece explicar por qué esa novela sorteó todos los obstáculos y luego se granjeó las alabanzas unánimes de críticos y lectores en una veintena de idiomas. No es un libro fácil, a la usanza de lo que hoy entendemos como tal. Requiere voluntad y atención por parte del lector. ¿A qué se debe, pues, tal éxito? Quizá a que late en lo más profundo de él una pulsión tan íntima y luminosa como inasible, que es donde todos nos sentimos aludidos, sospechosamente cómplices, tocados en nuestra fibra esencial de seres humanos: ahí radica lo maravilloso que solo nos puede ofrecer la gran literatura.