Fantasmas interiores
El viento comenzó a mecer la hierba
Emily Dickinson
Sel. Juan Marqués
Trad. Enrique Goicolea
Ilust. Kike de la Rubia
Nórdica
112 páginas | 16,50 euros
Emily Dickinson (1830-1886), que creció en Nueva Inglaterra, Massachusetts, en medio de una sociedad tan puritana que prohibía las novelas, el teatro, la danza, los juegos de cartas, la música clásica y las reuniones de mujeres solas excepto para tomar el té, pasó la mayor parte de su vida recluida en su casa escribiendo cuadernos y cuadernos de poemas que solo vieron la luz después de su muerte. Poemas prodigiosos en los que dialoga con los fantasmas interiores que constituían casi su única compañía: el viento, los abejorros, las rosas, una cajita de ébano, una carta oscurecida por el paso del tiempo, su perro, los libros (a los que llama “parientes del estante”), las mariposas, algunos visitantes (Emerson, un par de hombres serios y cultos de los que se enamoró, su cuñada, su hermana pequeña), los pájaros, una colcha, un mechón de pelo o el amanecer. Estos fantasmas, que embrujaban las habitaciones de su alma, eran sus amigos, los miembros de una tertulia callada que le permitió profundizar en los misterios de la existencia. Emily Dickinson no necesitó traspasar los límites de su pueblo, y poco a poco ni siquiera los límites de su jardín, e incluso durante varios años las puertas de su habitación, para entender con profunda y nítida delicadeza las leyes de la sensibilidad, los infinitos matices de lo creado. Encontró en el silencio y en la soledad el secreto del universo, y consiguió hacerse con un estilo propio, inimitable e inconfundible a partes iguales, gracias al cual poder transmitirnos a los demás ese secreto. Es por esto que Emily Dickinson es uno de los más grandes poetas de todos los tiempos y por lo que los ochocientos poemas que más o menos nos dejó son un tesoro inagotable de intuiciones, imágenes, observaciones y puertas abiertas a lo invisible.
Antologar a Emily Dickinson no es fácil porque su obra está repleta de resonancias y de complicidades mal ordenadas (y, por lo tanto, mal entendidas) a causa del modo caótico en que se ha transmitido su legado. Muchos antólogos, por eso, la han usado antes para hablar de sí mismos, para leer sus propias preocupaciones o especialidades (el trascendentalismo, el feminismo, la filología, incluso la psicología) en el espejo de los textos de Emily Dickinson, que para dejar un testimonio lo más exacto posible de los diferentes registros de la escritora. En este sentido, el resultado de El viento comenzó a mecer la hierba es ejemplar: cada uno de los veintisiete poemas del libro son piezas maestras que se corresponden con una Emily Dickinson sorprendida en el acto de conversar con uno de esos fantasmas interiores que poblaban su inteligencia y su sensibilidad y para cada uno de los cuales usaba una voz distinta. Estas voces, tan difíciles de escuchar por la sintaxis vegetal de la autora, por su uso a primera vista caprichoso de las mayúsculas y por los ritmos naturales (el zumbido de la abeja, el golpeteo de la brisa en el cristal, el tamborileo de la lluvia, el sonido de los pasos en un suelo de madera) que adoptan sus poemas, también ha sabido trasladarlas con buen oído y buen criterio poético y semántico Juan Marqués. Las espléndidas ilustraciones de Kike de la Rubia, que acompañan al texto sin caer en el error de comentarlo (como un paisaje acompaña al viajero sin caer en el error de querer dirigir su rumbo), se suman para convertir este libro en un verdadero acierto editorial.