La animita de Cortázar
Nosotros, los de entonces, leímos ese juego muy seriamente. Influidos por ella, varias generaciones de jóvenes latinoamericanos vivieron sus primaveras eróticas, sus mayos del 68 y sus revoluciones (de las flores o de las armas). Ahora el verdadero azar, el del tiempo, padre de todos los imprevistos, ha intervenido en ese libro. Tras medio siglo, releer Rayuela es como visitar la tumba de su autor. Acudimos a venerarla y terminamos tentados de la risa. Una risa tierna, tal como enternece un objeto vintage cuya gracia está en lo pasado de moda. Rayuela, el libro más moderno de la narrativa latinoamericana del pasado siglo, es hoy el más fechado, el más obsoleto. Nada envejece peor que lo moderno.
Lo más viejo de Rayuela es su protagonista. Horacio Oliveira y su estereotipado esplín de artista bohemio en París: con su pedantería existencialista y su enérgico agotamiento. Nada falta. Ni la bohardilla llena de artistas filosofando hasta las tantas, ni el jazz entre nubes de humo, ni los encuentros “casuales” con la amada en un puente sobre el Sena. Y todos tan angustiados por el patético enigma insoluble de la vida. Hay que ser muy joven para encontrar la vida tan complicada. En otros aspectos Rayuela ha envejecido sin culpa, solo porque envejeció la cultura de su época, a la que empecinadamente aludía.
A pesar de lo dicho, y contradiciéndome del modo más cortazariano, sostengo que todavía vale la pena —y la melancolía— leer Rayuela. A las razones conocidas: su humor, su rebeldía, su ternura sin condescendencia hacia los objetos y los seres triviales, me gustaría agregar un par de motivos.
Uno, el estilo. Aunque Cortázar fue mejor cuentista que novelista, Rayuela contiene algunas muestras inolvidables de su extraordinario “oído” narrativo. Un don que no ha caducado y que mantiene vivo su genio. Por ejemplo, el capítulo de la muerte de Rocamadour durante una sesión del Club de la Serpiente. Cortázar nos cuenta lo ocurrido mediante el silencio de los asistentes. O mejor dicho, mediante el filosofar hueco de esos intelectuales radicales, corajudos de la boca para fuera, que continúan hablando porque temen decirle a la Maga que su pequeño hijo está muerto en la cama. Enfrentados a la muerte verdadera —no a la metafísica— nadie se atreve a nombrarla, ni siquiera ante nosotros, los lectores. Y el efecto es mucho más devastador que si todos lloraran a gritos. Cortázar hace elocuente al silencio. Intenta decir lo indecible.
Dos. También se me ocurre una razón “nueva” para leer Rayuela, que intuí en aquella visita a la tumba de Cortázar. El tiempo y sus azares han convertido esa lápida en una animita, quitándole solemnidad. Así también Rayuela, al dejar de ser un “libro de culto”, nos permite leerla, quizás por primera vez, con auténtica libertad. Ahora sí podríamos leerla al azar, de verdad. Rechazando esos dos únicos modos de lectura que Cortázar nos receta en el comienzo, podremos leerla como nos dé la gana. Partiendo por el final o el medio, deteniéndonos en las escenas que nos gustan y saltando lo que nos aburre, sin culpa y con provecho. Podremos tratar a su libro como a su lápida, con auténtica irreverencia. Creo que a Cortázar, en el fondo de su tumba, le gustaría.