Los placeres literarios
El magisterio de Poe, la predilección por el género fantástico, la lección de Borges, la tradición surrealista, el experimentalismo de posguerra, todos estos factores confluyen en la novedosa propuesta de Cortázar, pero ninguno de ellos contribuye a explicar, por sí solo o en conjunto, el encanto de las narraciones del argentino. Incluso los lectores menos cortazarianos reconocen ese charme, que por un lado sorprende y por el otro seduce, creando una súbita corriente de complicidad que ha sido después profusamente imitada, con o sin reconocimiento expreso del maestro. Inmediatamente anteriores a la aparición de Rayuela, las Historias de cronopios y de famas (1962) fueron uno de los libros fetiche de Cortázar y siguen siendo una de las puertas de entrada a su mundo luminoso, que refunda la realidad, reinventa la figura del lector y vale por cien talleres de literatura. Ambos títulos, el repertorio y la novela, han sido reeditados por Alfaguara en confortables ediciones exentas que proponen la lectura sin intermediarios.
Casi coincidiendo con la publicación de Los placeres literarios, las actas del congreso internacional —auspiciado en 2011 por la Fundación Francisco Umbral— en el que J. Ignacio Díez reunió a un escogido grupo de especialistas en el autor madrileño para tratar de sus lecturas predilectas y del reflejo no menor que tuvieron en su obra narrativa y periodística, Austral ha reeditado uno de los títulos mayores de Umbral, La noche que llegué al Café Gijón (1977). Prologado por su viejo amigo Raúl del Pozo, con quien tanto quiso, el libro pertenece a esa amplia serie memorialística que persigue y borda el autorretrato lírico pero es, además, pura intrahistoria de España. Quienes sigan creyendo que el escritor fue solo un castizo de verbo brillante, deberían leer esta crónica que marca una de las cumbres de una trayectoria ciertamente irregular, pero ineludible. Hay un Umbral reconcentrado, solipsista y más o menos perecedero, pero junto a él, a veces en el mismo libro, encontramos otro absolutamente perdurable. A este último, que consignó en estas páginas el divino fracaso —o más bien, el éxito demasiado humano— de un joven de provincias en el Madrid sixtie, seguirán acercándose los lectores que sientan de un modo genuino, como era su caso, la pasión o el veneno de la literatura.
No siempre se recuerda que tras vender su plantación de café en Kenia, Karen Blixen regresó a su país donde vivió tres largas décadas hasta que le sobrevino la muerte en los primeros sesenta. Fue entonces cuando escribió la mayor parte de su obra, sus famosas Memorias de África y varias colecciones de cuentos admirables que firmó con varios nombres, entre ellos el de Isak Dinesen. Después de reunir sus relatos póstumos en Carnaval y otros cuentos,Nórdica ha publicado las Cartas de Dinamarca, que abarcan ese mismo periodo —las de la etapa africana las tradujo Jesús Pardo para Alfaguara— en el que la autora residió, con rituales escapadas a Londres o París, en su casa natal de Rungstedlund. Legendaria narradora oral, Blixen manifiesta en estas cartas —editadas por Frans Lasson y Tom Engelbrecht, seleccionadas y traducidas del danés o el inglés por Enrique Bernárdez— la incurable nostalgia de Kenia, los trastornos derivados de su enfermedad —que no era la sífilis, como ella creía— o la necesidad de relaciones estimulantes que aliviaran su encierro. El volumen incorpora un pliego de láminas con retratos de esta fase última de su vida, donde podemos ver que además de excelente escritora la obstinada Tania fue una gran dama de otro tiempo. Tanto como sus maravillosos cuentos o su novelesca peripecia, impresiona la dura y elegante belleza de la baronesa.
Se ha escrito mucho sobre la apasionada relación que unió a Gertrude Stein con Alice B. Toklas, pero lo que no sabíamos es que esta última hubiera escrito un libro de cocina. Lo hizo y publicó en 1954, ocho años después de la muerte de su compañera, imposible narradora cubista y benemérita madrina de la avant-garde. Como señala Maureen Duffy en su bienhumorado prólogo a El libro de cocina de Alice B. Toklas, publicado por BackList en traducción de Xosé Antonio López Silva, el recetario de la autora —por entonces sometida a dieta indeseada— es una “encantadora mélange de memorias y cocina”, dado que se compone por igual de recetas y recuerdos. A la impagable compilación de Toklas se ha unido otro libro más circunstancial pero asimismo atractivo para los devotos de la gastronomía literaria —El arte de la imperfección en la cocina, publicado por Gallo Nero con dibujos de Sonia Pulido— que recoge sugerencias de escritores como Robert Graves, Katherine Anne Porter o Lawrence Durrell. Curiosamente, tanto Blixen o Dinesen —que recomienda Ostras al natural: “es cierto que subsisto casi por completo a base de bivalvos”— como la propia Toklas aparecen en el sumario. Esta última nos propone el Dulce de hachís “que cualquiera puede improvisar en un día lluvioso”, pero cuidado, el tal dulce es un manjar —quien lo probó lo sabe— engañosamente inocuo.
Ocho poemas incluidos en su inaugural Los placeres y los días, algunas composiciones escolares y otras más citadas en su correspondencia es casi todo lo que conocemos de la obra en verso de Marcel Proust. Pocos le negarían, sin embargo, al autor de la Recherche la condición de poeta, que se ganó al abordar su monumental ciclo narrativo sirviéndose de una lengua tan voluptuosa y exquisita que en ocasiones aturde, como esas atmósferas agradables pero demasiado cargadas. Cien años después de la publicación de Por el camino de Swann, Cátedra ha acogido la Poesía completa de Proust en edición bilingüe de Santiago R. Santerbás, un empeño meritorio —y excelentemente introducido— que no puede decirse que contribuya a elevar su merecido lugar en el canon contemporáneo. Los versos de Proust, la verdad, son en su mayor parte triviales y poco o nada memorables. Y en todo caso contienen tantos guiños cómplices —lo que Santerbás llama “jergas amistosas”— que precisan, como aquí, de aclaraciones añadidas para ser entendidos fuera de su contexto privado. No quiere ello decir que carezcan de interés, porque de Proust interesa todo, pero su valor tiene más que ver con lo que aportan al conocimiento del hombre —y ya sabemos que la proustmanía no conoce límites— que con su calidad lírica. La poesía de verdad la puso en la prosa.
Fue gracias a la mediación de Jaime Gil de Biedma, que la tradujo para Barral en 1967, como conocimos la hermosa novela —Goodbye to Berlin— en la que se basó el célebre musical de Bob Fosse, Cabaret, del que muchos recordamos la estremecedora interpretación de Tomorrow belongs to me a cargo de un miembro de las juventudes hitlerianas. El autor de Adiós a Berlín, Christopher Isherwood, que residió durante cinco años en la envilecida capital del Tercer Imperio, había presenciado en primera fila los impunes desvaríos del nazismo, pero el “diario de un viaje por Sudamérica” que ha dado a conocer Sexto Piso es posterior en una década a su alocada historia berlinesa. Traducido por Andrés Barba, El cóndor y las vacas (1949) recoge las notas tomadas durante un recorrido de seis meses por el subcontinente, en los que Isherwood contó lo que veía de manera lúcida, desprejuiciada y sin pelos en la lengua, en la tradición poco complaciente y a menudo desinformada de los viajeros británicos. El “paisaje impresionista y espontáneo” del escritor —gran escritor en cualquier caso— se ofrece acompañado de una valiosa serie de fotografías de William Caskey, un veinteañero, “irlandés de Kentucky”, que lo acompañó en su itinerario latinoamericano y del que nos dice, nada más empezar, “que sus amigos lo comparan cariñosamente con un cerdo”. Todo un carácter, el amigo Chris.