De la nada de Nabokov
al todo de Hölderlin
Convertir un texto en música es un proceso casi natural, pero las letras inspiradoras y las notas resultantes pueden no compartir otra cosa que sentimientos o sensaciones
La música y la literatura han estado siempre unidas, por ejemplo desde que el canto es canto, sea este un desahogo del corazón, la alabanza del héroe o la historia de un amor desgraciado subida a un escenario —Eurídice, Orfeo, por ahí empezó la cosa en la Florencia de principios del XVII. Hay músicas que se cargan de pretexto, músicas que nacen de la literatura, la absorben con una especie de deseo desordenado y la devuelven con una carga de emoción a veces casi excesiva. ¿Excesiva? ¿Es excesiva la emoción o depende tan solo de la capacidad de cada cual para soportar una dosis mayor o menor de aquella? Ya sabemos que la emoción ha sido un elemento en descrédito entre las últimas vanguardias musicales, las que hoy viven su ocaso frente a una libertad que, comprendiendo la necesidad de seguir andando, empieza a pensar que, en arte, no todo lo que huele a progreso es progresista.
Llevar un poema a la música es un proceso casi natural. Hasta novelas y vidas enteras se llevan a la música, a la ópera, por ejemplo. Ahí está Guerra y paz de Tolstói, a través de un libreto milagroso y una música perfectamente medida por Prokofiev como pauta del crecimiento de la acción —sacada de miles de páginas impresas—, hasta Anna Nicole, en la trasposición lírica que Mark-Anthony Turnage hiciera —mientras demuestra que la ópera y la actualidad no están reñidas— de la pobre Anna Nicole Smith, la de los pechos neumáticos y el alma desinflada. Una novela o una vida suscitan una música que a veces hasta surge de lo que podríamos llamar una suerte de malentendido cuando no de abierta incompatibilidad. Es el caso, curioso donde los haya, de la Elegía para Sebastian Knight de Aulis Sallinen —un excelente compositor finlandés nacido en 1935 que ha llegado a inventarse un personaje para ponerle música: Don Juanquijote. Recordemos que Nabokov, el autor por cierto de La verdadera vida…, decía: “La música, siento decirlo, me afecta solo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores”. Experto en cualquier aspecto de la metatextualidad, se inventa un personaje que indaga en la vida de su medio hermano, un escritor ruso emigrado que cambia de lengua, de casa y de amores y que se hace famoso con el seudónimo que da título a la novela. La pieza de Sallinen está escrita para violonchelo solo y dura 4’25”. “Quería documentar la experiencia que me había aportado este libro aunque la novela y mi composición no tengan nada en común”, dice el músico. Ahí está el asunto, ¿qué tienen en común la música y la literatura como para que se pongan en sintonía por medios distintos? Lo que hay en común entre Nabokov y Sallinen lo sabe Sallinen —a Nabokov no le hubiera interesado—, pero sobre todo lo sabe quien lo escucha tras leer la novela y, ahí, las opiniones entre uno u otro lector podrán diferir tranquilamente, también porque su concepto de la música que transmite emociones puede ser distinto. Es más, hasta puede que el violonchelista que interpreta la pieza en cuestión no haya leído la obra de Nabokov, lo cual si en términos de moral artística sería imperdonable, no podría nunca ser ordenado por contrato. Lo que texto y música tengan en común será el resultado que ofrece la puesta en solfa de la impresión lectora, es decir, la formalización de una emoción a través de un código que para algunos no es un lenguaje sino una forma de transmitir emociones que no se sostiene en la mera codificación de su sistema.
Naturalmente no es Sallinen el primero que hace esto. Liszt ya lo deja claro en sus poemas sinfónicos, que sientan las bases de la trasposición de la experiencia lectora a la doble idea de reproducirla por otros medios y transmitir, por esos mismos medios, la emoción —estamos en el romanticismo— que provoca. Liszt comienza con Lo que se escucha en la montaña, sobre el poema de Victor Hugo, pero se enfrenta igualmente a los sonetos de Petrarca —con la voz y sin ella, solo con el piano—, o a los respectivos Fausto de Lenau y de Goethe, igualmente con medios diferentes. Berlioz lo había hecho con Shakespeare en Romeo y Julieta, una “sinfonía dramática” en la que, curiosamente, no intervienen los jóvenes enamorados cuyas peripecias nos llegan levemente, pero sí el Fray Lorenzo que los casa, de modo que no se relee la obra sino que se nos ofrecen condensadas las sensaciones que provoca. La orquesta tiene un papel predominante en la descripción de situaciones —lo menos relevante pero necesario como ligazón con el contexto— y, sobre todo, en la transmisión de sentimientos. Es la orquesta todopoderosa que Wagner heredará, lo mismo que, en este caso, la inspiración de Berlioz en su escena de amor para aplicarla mutatis mutandis a la homóloga en su Tristán e Isolda.
Hay casos como el del compositor alemán Josef Matthias Hauer (1883-1959), hombre pintoresco y músico extrañamente personal, autor antes que el propio Schoenberg de un método de composición dodecafónico, y de quien sus estudiosos destacan una aproximación cerebral a la música, ayuna a ser posible de presentimientos y, por tanto, de sentimientos mismos distintos a los que la propia música fuera capaz de suscitar desde su categoría abstracta. Nada más lejos, pues, en teoría, de un interés por la literatura como pretexto. Pero he aquí que a Hauer le interesaba la poesía y muy especialmente la de Hölderlin, es decir, la de un autor especialmente complejo por motivos que van de la lengua a la razón —o a su pérdida. Hauer, a quien utiliza como personaje —Matthias Fischboeck— Franz Werfel —tercer marido de Alma Mahler—, en su La novela de la ópera escribe canciones sobre poemas de Hölderlin, pero lo más curioso son sus obras para piano solo también sobre poemas del propio autor de El archipiélago. Y en esas ocasiones, el poema no es simplemente origen y resultado, o la mitad de una canción, sino pretexto y, por así decir, postexto también y por encima de todo. En el caso citado de Sallinen y Nabokov estamos ante el canto fúnebre por un personaje de ficción —la novela moderna sustituye, pues, a la épica antigua. En el de Hauer, igualmente breve pero más hondo al fin —y como para cualquier lector cuidadoso que no puede plasmar su reflexión en un papel pautado—, la poesía de Hölderlin, sobre todo la de su época final, la de esa locura que compartirá con Schumann o con Hugo Wolf —dos músicos para los que la poesía es absolutamente esencial— es un mundo en sí misma, revela pero también funda.
Surge también, claro, una cuestión cuantitativa, de peso. ¿Qué es más difícil, condensar en unos cuantos compases qué significa para alguien un poema como Mein eigentum o hacer lo propio con La Orestíada, como intentó Manuel Manrique de Lara (1863-1929), general de división de la Marina española, recopilador de poesía popular por todas partes y compositor recientemente recuperado del olvido? El ruso Tanéyev ya lo había intentado y los dos se quedaron por el camino a la hora de que se les reconociera el esfuerzo. Pero volvamos a la pregunta. La verdad es que el trabajo de Hauer es tremendo, entre otras cosas porque no se permite bromas y porque sabe que la amplitud no implica hondura, que un poema es más corto que un drama pero no por ello menos intenso. Pensemos en Liszt y sus citados Sonetos del Petrarca o, más aún, en su sonata Después de una lectura de Dante. Digamos que en el primer caso, los tres sonetos son redondos, cerrados, accesibles a una emoción más directa. Leer a Dante da lugar a toda una plástica que puede ir de lo meditativo a lo aparatoso. Pero leer a Hölderlin —“el rayo envuelto en canción”, como lo llama Antonio Pau, su biógrafo español— es cuestión bien distinta, incluso en un poema como el citado, tan apegado a elementos reconocibles, una suerte de acción de gracias a la naturaleza por estar ahí y a la vida por hacer que esa parte de la naturaleza sea posesión del poeta que afirmó: “No somos nada. Lo que buscamos es todo”. ¿Cómo glosar en unos cuantos compases una petición como “que las Parcas no pongan fin demasiado pronto al sueño”? ¿Excede a la música tal idea, quiere decirse, el ponerla en práctica? Pensemos en las exageraciones de Scriabin y lo que le dio tiempo a componer de su Mysterium, que nada tiene que ver con la literatura sino con una teosofía de no muy alta estofa aunque fuera capaz de calentarle la cabeza a un genio como ha habido pocos. Quizá Mahler haya ido más lejos que nadie pero cuando lo hace deja atrás la literatura. Su Nietzsche de la Tercera Sinfonía, su Goethe de la Octava, su Des Knaben Wunderhorn de siempre enmudecen cuando —en su Décima Sinfonía— son la muerte, el abandono y lo que no ha de suceder ya nunca quienes se presentan por última vez, convocados por un dolor del que ya no podrá aprovecharse el talento porque la vida se acaba. La música se sirve de sí misma cuando se queda sola.