Letras, acordes, emociones
A juicio de los estudiosos, las relaciones entre la música y la literatura se remontan a la noche de los tiempos, dado que en un principio no hubo poesía que no fuera cantada. Incluso antes de que existieran la escritura o la notación musical, innovaciones relativamente tardías en términos históricos, ya los versos se ajustaban a ritmos o cadencias que facilitaban a la vez la composición y el aprendizaje. En la época contemporánea, ambas disciplinas han ido de la mano en numerosas ocasiones, fuera por la colaboración expresa entre escritores y músicos, por el uso de referentes musicales a la hora de concebir obras literarias o, a la inversa, por el modo en que ciertos poemas o narraciones han servido de inspiración para los compositores.
Antonio Muñoz Molina señala el paralelismo entre los procesos creativos de la música y la literatura, por ejemplo a la hora de alumbrar el comienzo o el final de piezas que pretenden dejar en el lector o en el oyente un cúmulo de resonancias. Tanto la sinfonía como la novela, nos dice, se debaten entre la aspiración a la perfección formal y el empeño de abarcar el mundo, pero para un escritor la música es también una escuela de humildad de la que extrae la lección de lo inefable, de lo que no puede o debe ser expresado con palabras. Tras señalar el injusto descrédito de la emoción en la música de vanguardia, Luis Suñén destaca el modo natural en que las obras musicales reciben el influjo de la literatura, precisando que no solo o no siempre se trata de una mera trasposición de la experiencia lectora. De las recreaciones musicales se espera no tanto que interpreten el asunto de referencia como las sensaciones o sentimientos que provoca, sin que ello implique una relectura literal de la obra inspiradora.
Siguiendo a Verlaine, Valéry o Goethe, Blas Matamoro resalta la cualidad musical del lenguaje poético, esto es, la importancia del sonido que trasciende o completa la dimensión semántica de las palabras. Respecto a la novela, propone un interesante paralelismo entre las edades de la vida y los movimientos de una sinfonía, cuya ilación lógica se rompe —tanto en la música como en la literatura— cuando el tiempo lineal se convierte en circular y el gusto por la reiteración sustituye al desarrollo progresivo. Por su parte, Antonio Gallego analiza la influencia inversa de los músicos en los narradores y los poetas. A través de la imitación de sus peculiares tiempos o estructuras o bien por medio de la profusión de voces narrativas, simultáneas o sucesivas, la música ha condicionado de modo notable la forma de no pocas obras literarias, aunque la estricta simultaneidad pertenece solo al primero de los ámbitos.
No podía quedar fuera la en su momento novedosa forma que Wagner definió como obra de arte total. En su recorrido histórico desde los orígenes a la actualidad, Jacobo Cortines reivindica la importancia del texto en las producciones operísticas, tanto en la configuración inicial del género como en su evolución posterior. Verdadero híbrido entre literatura y música, el libreto está indisolublemente asociado al esplendor de la ópera, aunque su esencial aportación no siempre ha sido reconocida por los aficionados. Y Juan Ángel Vela del Campo pondera el atractivo de los “viajes musicales” y recomienda algunas de las citas europeas de los próximos meses, trazando un sugerente itinerario para melómanos cuyas principales escalas se han convertido en hitos de la geografía cultural del continente.