Apostillas a ‘Cántico’
Pongo ejemplos. Leí antes que a Eliot el portentoso poema “Carta de una dama”, en el que Núñez glosa y se reencarna en un verso del autor de La tierra baldía; las páginas 50 y 51 de mi ejemplar de Adonais son hoy un palimpsesto de interjecciones y superlativos. El “Poema de la gente importante” de Bernier, de su citado libro (1959), me pareció el modelo moderno y disoluto de hacer poesía social: “Cuando el periódico en grandes letras anunció que el jefe del Estado venía, / eran gente importante. / Nos afeitábamos, nos lavábamos y usábamos de los trajes oscuros […] y éramos gente importante. / Pero cuando queríamos vivir, nos desnudábamos e íbamos al río […] Y cuando queríamos gozar, nos desnudábamos enteramente / y fundíamos nuestros besos, nuestra carne y nuestro sexo, / sin ser hombres importantes”.
“Bajo la dulce lámpara”, como “Casida” (“Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras”), “Amantes” o “Junio” son solo algunos títulos memorables de García Baena, uno de los grandes poetas del siglo XX; no quiero ni contar la cantidad de signos de entusiasmo inscritos a mano en mi ejemplar de Óleo bordeando el poema “Palacio del cinematógrafo”, que después de cuarenta años de relectura aún no sé si es un hondo tratado sobre la espera amorosa, una historia abreviada del cine romántico o una incitación a llevar a cabo ante la gran pantalla actos más convulsivos que los preconizados por Breton y Vaché. Respecto a Molina, y por encima de la empatía onomástica, me deslumbró en Corimbo y en su anterior Elegías de Sandua (1948), que leí después, la máquina perfecta del verso y el don de no perder la gravedad en el desnudo, en la clandestinidad, en la risa (¿qué pensaría Juan Ramón de la broma criptogay sobre él en la Elegía XII?). Y este estupendo epitafio que se escribe a sí mismo en la XIII: “Y otros dirán tal vez: ‘Amaba solo el cuerpo. / Era un materialista. / Sus Elegías son poco recomendables. / Muchas podrían tacharse incluso de inmorales’”.