El fervor y la melancolía
No siempre es necesario recurrir a los aniversarios para conmemorar las trayectorias que merecen homenaje. La del grupo Cántico marcó un hito en la poesía española del medio siglo y ha ejercido desde entonces un influjo poderoso, aunque a veces soterrado, en los autores afines o sus discípulos, por su calidad y su ambición estética. Pero independientemente de su reflejo en la tradición posterior, la obra poética de Pablo García Baena, Ricardo Molina, Juan Bernier, Julio Aumente y Mario López —a los que hay que sumar el alto nombre de Vicente Núñez— ocupa un lugar de honor no siempre reconocido, pues de hecho la recepción de su poesía ha conocido altibajos, pero que a estas alturas parece incuestionable.
Autor de una excelente muestra, El fervor y la melancolía, donde recorre el itinerario del grupo cordobés en toda su extensión, Luis Antonio de Villena trató a la mayoría de sus integrantes y fue uno de los responsables, junto a Guillermo Carnero, de su recuperación en los años setenta, cuando muy pocos recordaban la contribución de los autores de Cántico. A ellos vuelve en estas páginas, donde traza un completo panorama que tampoco se limita a las dos etapas de la revista. El recuento general de Villena se completa con una hermosa estampa de Juan Lamillar, que recuerda sus visitas a Vicente Núñez en Aguilar de la Frontera —Ipagro o Poley por otros nombres— donde el poeta vivía retirado del mundo.
En conversación con Fernando Delgado y desde su condición de poeta superviviente o “último testigo” de la travesía, Pablo García Baena evoca la prehistoria del grupo, que se remonta a la primera posguerra, años antes de la aparición de Cántico. Con lucidez y buen humor, el maestro describe la personalidad de sus compañeros de aventura, que fueron también íntimos amigos, y repasa el papel desempeñado por unos y por otros, destacando la visión que tenían de una ciudad —Córdoba, antes de la diáspora— muy alejada de los tópicos. También se detiene en las lecturas que compartían o en la religiosidad que con matices caracteriza la obra de todos los poetas de Cántico, de quienes traza breves pero sustanciosas semblanzas.
Su huella es visible en autores como Rafael Pérez Estrada o María Victoria Atencia y muchos otros poetas posteriores, pero cabe preguntarse por el rastro que Cántico ha dejado, más de medio siglo después de la desaparición de la revista, en los representantes de las promociones más recientes. Alejandro V. García se lo ha planteado a algunos de ellos —Juan Antonio González Iglesias, Josefa Parra, Juan Antonio Bernier, Joaquín Pérez Azaústre, Erika Martínez, José Luis Rey, Javier Vela, Juan Andrés García Román o José Daniel García— que por lo general, aunque desde diferentes perspectivas, reconocen en los poetas del grupo, como ha señalado Francisco Ruiz Noguera, “un ejemplo tanto ético como estético”.
Otro poeta de la generación novísima, Vicente Molina Foix, rememora su descubrimiento personal de los autores de Cántico de la mano de Pere Gimferrer o de mediadores tan cualificados como Vicente Aleixandre y Carlos Bousoño. Al hilo de los libros que leyó entonces y ha conservado anotados en su biblioteca, Molina Foix recuerda su asombro ante el desusado maridaje del catolicismo con la sensibilidad homoerótica, poniendo de relieve la singularidad y la riqueza de una poesía que merece figurar en el más exigente catálogo del siglo.