Perplejidades, escándalos
Con más de una treintena de títulos, la Biblioteca Calvino ofrece una permanente invitación a revisitar el legado de uno de los grandes escritores italianos del siglo XX, maestro en registros muy variados que comprenden el neorrealismo, la narración alegórica, la literatura fantástica o los experimentos combinatorios. Hombre de letras en la más amplia extensión del término, Italo Calvino fue además un excelente editor, un crítico lúcido y un analista atento a los problemas de su tiempo, como demuestran los ensayos reunidos en Punto y aparte (1980). Recuperada por Siruela en la temprana traducción de Gabriela Sánchez Ferlosio, la recopilación —que abarca un cuarto de siglo, desde mediados de los cincuenta— incluye aproximaciones a temas como la evolución de la novela, el estado de la lengua italiana o los vínculos de la literatura con la filosofía y la ciencia, entre balances de la obra de Fourier, el nouveau roman, la generación beat o las figuras de Cesare Pavese y Elio Vittorini, amigos y compañeros en las prensas de Einaudi. El conjunto permite seguir el itinerario intelectual del escritor desde los “abstractos furores” (Vittorini) del compromiso político —atemperados tras la invasión de Hungría— hasta lo que el propio Calvino llama una actitud de “perplejidad sistemática”.
Publicada unos años antes que Jude el Oscuro, cuya tormentosa recepción —acusaciones de obscenidad, quema de ejemplares a cargo del obispo de turno— llevó a Thomas Hardy a dejar de escribir novelas, Tess la de los d’Urberville (1891) provocó también el escándalo entre los mojigatos custodios de la moralidad tardovictoriana, que no aprobaban el tratamiento poco pudoroso o demasiado explícito de los instintos sexuales. El rescate de esta última por BackList —en un volumen que retoma el subtítulo original, Una mujer pura, y la traducción de Manuel Ortega y Gasset— ha coincidido con la publicación de otra novela de la última etapa de Hardy (1887) que permanecía inédita en castellano, Los habitantes del bosque (Impedimenta), de la que afirma el traductor, Roberto Frías, que marca el paso hacia una “crítica pesimista y abierta de la represión” en materia de costumbres. El sombrío naturalismo de Hardy, muy influido por la cosmovisión darwinista, ha perdido hoy bastante de su carácter “desagradable”, pero la descripción de la Inglaterra rural continúa siendo de una belleza a prueba de inquisidores.
Otra valiosa novela que no estaba traducida, la primera de Edith Wharton, ha sido dada a conocer por Zut en versión de Laura Naranjo. Acierta la traductora cuando afirma que los retratos, tan prestigiados, de la sociedad neoyorquina de entre siglos, “serían meros cuadros costumbristas de no ser por la mirada incisiva de sus pintores de cámara”, el afilado Henry James y su discípula y amiga la señora Wharton. Publicada en 1900, La piedra de toque contiene ya muchos de los rasgos asociados a la escritora norteamericana: los ambientes refinados, la mirada irónica sobre los usos de las clases altas o el estudio minucioso de los caracteres y las motivaciones. La trama gira en torno a la difusión póstuma de unas cartas privadas y guarda cierto parentesco con Los papeles de Aspern (1889) de James, donde se trata asimismo de los límites que deben o no traspasar los investigadores en sus pesquisas, pero el eficaz melodrama de Wharton no enfoca el dilema poniendo el énfasis en el fetichismo literario sino en las consecuencias del mercadeo de la intimidad, más intolerable —en la ficción y en la realidad— cuando se trata de la memoria de muertos indefensos.
Aunque para melodramas, los de Tennessee Williams. Popularizado dentro y fuera de Estados Unidos por las versiones cinematográficas de Kazan, Mankiewicz, Brooks o Huston, el teatro del autor de Mississippi es un concentrado de pasiones que se adecuó como un guante a los intérpretes del Actors Studio, caracterizados por una forma de sobreactuar que hoy puede parecernos insufrible pero marcó toda una época. Traducido por Álvaro del Amo para Alianza, De repente el último verano y otras piezas cortas recoge ocho dramas de un solo acto, entre ellos uno dedicado a D.H. Lawrence —uno de sus autores de cabecera— de quien Williams afirma que “percibió el misterio y el poder del sexo como el impulso vital básico, y combatió toda su vida contra los que se empeñaban en mantenerlo encerrado en las mazmorras del puritanismo”. En sus Memorias, publicadas en España por Bruguera, decía el dramaturgo, de la obra que da título al volumen, que fue concebida en una “temporada de análisis freudiano” y contenía pasajes dignos de figurar entre lo mejor que había escrito, si bien la película homónima —que fue un gran éxito de taquilla— era a su juicio rematadamente mala.