García Baena. El último testigo
“La Roma pagana y la católica son Roma, yo lo que soy es romano”
Para mí hay dos focos distintos en Cántico —sostiene Pablo García Baena—. Uno lo constituyen Ricardo Molina y Juan Bernier, que nos llevaban diez años a Ginés Liébana y a mí, y el otro foco era el de Ginés, Faustino Fernández Arroyo y yo, que hacíamos los cuadernillos para la hermana de Liébana. Esos dos focos confluyen en cierto momento en un mismo fuego y de ahí surge Cántico. Ricardo y Juan eran amigos anteriores a la guerra y se conocían desde el Instituto y se carteaban. Y había más amigos alrededor de ellos. Estaba Anastasio Pérez Dorado, que era una persona inteligentísima, muy admirado por todos. Carlos Castilla del Pino, que no habla bien de casi nadie en sus Memorias y menos de los de Cántico, que éramos sus amigos, de Anastasio habla muy bien. Pero yo conozco a Juan y a Ricardo en el año 40 y Cántico no sale hasta el 47. Juan había colaborado en Ardor, revista de la que salió solo un número y que acabó porque vino la guerra, y escribió allí una nota muy breve. Pero Cántico no empieza hasta que nos unimos y lo primero que se hace es el homenaje a don Carlos López de Rozas, que tenía aquella tertulia musical a la que nos llevaron Juan y Ricardo. Cuando tú ves ese libro dices, ya está aquí Cántico. Aunque su orientación, con esas cosas tan wagnerianas, era muy de Juan Bernier. Y ahí está Cántico, en el tamaño y en todo.—Juan Bernier fue de hecho el director de Cántico…
—Bernier figura como director, sí, pero él jamás hizo nada por la revista, aparte de aportar sus poemas para el cuadernillo que se le hizo: Aquí en la tierra. Es más, cuando se estaba imprimiendo, Ricardo y yo nos dijimos: Juan no ha dedicado ningún poema; vamos a dedicar nosotros nuestros poemas a quien nos parezca. Y los dedicamos a quienes en aquel momento nos protegían de alguna manera —Joaquín de Entrambasaguas o Gerardo Diego—, pero a Bernier ni se le pasó por la cabeza.
—No obstante, contaba mucho para vosotros.
—Contaba su figura. Tenía una especie de majestad o de magisterio, eso sin duda, y era el mayor, pero su vida iba por otro lado. Ni siquiera perseguía una suscripción cuando estábamos buscando apoyos por todas partes y hasta le escribíamos a Mario López, a Bujalance, nos mandaba una lista de cinco o seis suscriptores y nos poníamos contentísimos. Pero teníamos grandes amigos que sostuvieron Cántico. Se ha hablado de que hubo un mecenas, cosa disparatada, pero no los hay hasta que Ricardo, que era un lince para la economía, se inventa los suscriptores de honor, una lista interminable.
—Ricardo Molina sí tuvo un papel muy preponderante.
—Sin él la revista no se hubiera hecho, pero solo con Ricardo tampoco. Porque él hubiera terminado haciendo una revista de las cofradías de Puente Genil. Y de las borracheras de Puente Genil —el rostro de mirada pícara se le ilumina con una sonrisa—. Eso le encantaba, llegó a salir de mujer adúltera en las procesiones —rompe ahora en carcajadas—. Fundó una vieja corporación para comer y beber durante todo el año, a la manera vasca.
EL PAISAJE DE ‘CÁNTICO’
Pablo menciona las peculiaridades propias o de los otros con un humor que apenas abandona en toda la conversación, pero evoca con más satisfacción lo que los unía que lo que pudiera separarlos. Y la ciudad, Córdoba, era un elemento esencial.
—La ciudad que nosotros anhelábamos no tenía nada que ver con la Córdoba de pandereta y morería y bailarinas, era una Córdoba de mármol y de columnas alzadas.
—La Córdoba romana, claro…
—Sí, porque la Córdoba árabe la inventan los románticos. La Carmen de Mérimée que hace famosa a Andalucía es un tópico como un demonio, lo que pasa es que luego los andaluces lo hemos seguido y nos hemos disfrazado de bailarinas y de matadores en una Córdoba artificial de teatro y de ópera. Bernier decía que la cal era un deseo de blancura del mármol. Decía cosas muy bellas sobre la cal.
—Pero no todo sería culturalismo y mármoles y gárgolas, supongo. La diversión no fue ajena a vosotros.
—Divertirse en Córdoba, en la posguerra, era imposible, pero como teníamos tanta amistad, de lo poco, ya sabes, se hace mucho. Las tabernas, sobre todo. Y hablar y hablar, como los jóvenes que hablan tanto de intimidades y amoríos, hasta la madrugada. Éramos muy cómplices. La ciudad, sí, nos unía mucho, pero es curioso, porque en realidad Bernier era de La Carlota, Ricardo Molina de Puente Genil, Mario López de Bujalance, Vicente Núñez de Aguilar y en realidad solo Julio Aumente y yo éramos cordobeses de la ciudad… Y Liébana nada menos que de Jaén… El ambiente de la ciudad era hostil, pero era hostil a todo lo que se moviera.
—En todo caso os unió mucho Córdoba hasta que empezó la diáspora.
—El primero que se va a Madrid es Ginés Liébana, para dibujar en El Español de Juan Aparicio con gran éxito. Y también se va a Madrid Miguel del Moral, aunque vuelve pronto; intenta allí pintar, hace retratos a mujeres de ministros, a duquesas, a aquellas orondas señoras de las que decía Miguel, que era tan divertido, que le pedían: “Maestro, más turgencia, más turgencia”.
—Más tarde Julio Aumente se va a Madrid y tú a Torremolinos. ¿Huías de esa Córdoba de vuestros sueños?
—Yo me voy por un desastre moral, una especie de desengaño amoroso, una bajada de tono vital. Me proponen abrir una tienda de antigüedades y no lo pienso. Torremolinos entonces era como Nueva York, y además yo, desde pequeño, tengo una enorme predilección por Málaga, con sus playas, el mar que siempre me impresionó casi de una manera religiosa. Creo que lo más grande de la creación es el mar.
—En Málaga, sin embargo, no te apartas del mundo de la poesía.
—Claro que no. Vivía Bernabé Fernández-Canivell, y estaban allí Rafael León, Alfonso Canales, María Victoria Atencia, Rafael Pérez Estrada, todos íntimos amigos… Un mundo de reuniones y tertulias. Mientras, en Córdoba, a Ricardo, que ya estaba muy enfermo del corazón y no salía de su casa, le preocupaba que yo no escribiera, y se lo decía a Miguel del Moral, que iba a verlo mucho. Y Miguel del Moral bromeaba: “Lo que le pasa a Pablo es lo de Greta Garbo, que no quiere hacer ya cine porque cree que va a ser peor que lo anterior”. Y eso era un poco verdad, hasta que empiezo a recibir a los jóvenes que llegan allí en peregrinación. Fui en Málaga muy feliz.
LECTURAS Y DEVOCIONES
—También os unían los gustos literarios compartidos, las lecturas.
—Conocíamos bien a los novelistas románticos franceses. La comedia humana de Balzac, por ejemplo, era nuestra Biblia… Proust fue una aportación total de Bernier, una devoción, y Ricardo tenía un entusiasmo insano por Claudel. Pero en mi casa había mucha afición a la lectura y con doce años ya tenía allí a Baroja y a Valle-Inclán.
—La religiosidad también es un factor común.
—Es cierto, con altibajos. Vamos al principio llevados por los padres, como todos los niños de la época, pero luego, ya atraídos por el arte, por el gregoriano, los ritos católicos, el barroco de las procesiones, es otra cosa. Mario es el más ortodoxo del grupo, un católico practicante. Quizá Ricardo sea el que se acerca a una religiosidad más seria, más formal, casi luterana. El más religioso de verdad era Ricardo, aunque Bernier ponía muy en duda esa religiosidad. Te diré que a mí su visión religiosa, con todos los respetos, no me gusta nada. Yo le dije de broma, y él se rió mucho: “Mira, Ricardo, cuando metes a Dios en esos poemas es que metes la pata. Ese libro de salmos no se puede leer”. Juan en cambio es un heterodoxo, un profeta, que no se aparta de Dios, lo invoca. Alguien le dijo con razón: “Pero, por favor, Juan, no metas a Dios en esos poemas tan terribles que escribes”. Los poemas de Aquí en la tierra son magníficos, verdaderos truenos. El caso de Aumente es otro: no se sale de la ortodoxia, pero cuando sale rompe con todo. Lo de la religiosidad interpretada por cada cual a su manera tiene su origen en el libro de Carnero, y hubo polémica por medio, con Tovar, que salió en defensa de Cántico, pero después, hablando con Carnero le he hecho comprender que yo soy religioso, con mis dudas y mis obras, aunque la mía es una religiosidad más humana. La Roma pagana y la católica son Roma, yo lo que soy es romano.
LA HERENCIA
—¿Ha seguido vivo el espíritu de Cántico en el tiempo?
—Sí, mientras han vivido mis compañeros. Yo lo llevo como un escudo, como un escapulario que me colgara. Sí, Cántico ha seguido de algún modo en el tiempo.
Pablo descarta herencias de Cántico. Dice que se han producido afinidades, no magisterios, que en la poesía hay cosas que flotan en el aire y hacen coincidir a gente que se conoce o no.
—No tengo por qué dudar de que Gimferrer, cuando publicó Arde el mar, como le dijo a Pepe Hierro y Hierro me contó, no había leído Antiguo muchacho.
—Hay también coincidencias lamentables…
—Hubo un momento horrible en que aparecían por doquier verdaderas caricaturas de Cántico. Me daban vergüenza aquellas mascaradas. Luego eso ha pasado afortunadamente y ahora la poesía se ha hecho muy seca, muy adusta. No tiene nada que ver con Cántico, pero por lo menos no lo implican a uno.
—¿Qué le faltó o le sobró a Cántico?
—Le faltó unidad, no una visión más universal, que la tenía, y le sobró pasar la mano a la mediocridad. Sobra, por ejemplo, Pemán, que Ricardo lo puso como un paraguas frente a la censura. Pero un homenaje a Luis Cernuda con un poema de Pemán es lógico que a Cernuda le sentara mal. Claro que Ricardo lo vio con mucho ojo político: ¿cómo iban a censurar una revista donde estaba Pemán? También hay otros que sobran, muchos. Lo que le faltó a la revista fue tener una visión selectiva de lo que intentó de verdad ser. Y, a pesar de todo, lo consiguió.