Vida y época de un funambulista
Victus
Albert Sánchez Piñol
La Campana
608 páginas | 24 euros
Desde la experiencia adquirida tras noventa y ocho años de vida intensa y a ratos disparatada, Martí Zuviría, ingeniero de profesión, esteta del arte del asedio y discípulo del divino Vauban, austero y a la vez licencioso, a menudo cobarde aunque heroico en situaciones desesperadas, enemigo declarado de Voltaire y los napolitanos, putero confeso y a la vez corazón enamorado, padre improbable de un hijo natural al que no llegará a conocer y de un hijo postizo al que amará con pasión, defensor de los enanos y garañón de un general inglés, hombre razonablemente loco y locamente cuerdo al que una bala de cañón arrancará la mitad de la cara durante su juventud, redacta en su exilio vienés de finales del siglo dieciocho las circunstancias de su vida y de su época, propias ambas de un funambulista del corazón y sus razones, y que giran en torno a ese maelstrom delicado, que aún hoy perturba y devora a tirios y troyanos, que fue el 11 de septiembre de 1714. La fecha de la rendición de Barcelona a manos de las tropas borbónicas tras trece meses de asedio en el ominoso escenario que dispuso la Guerra de Sucesión al trono de España.
Sátira tanto de las esencias que abrigan ciertas termiteras nacionalistas como de las políticas caníbales del siempre grosero imperialismo, Victus da a Rafael Casanova lo que es de Rafael Casanova y a Felipe V lo que es de Felipe V. Ni el conseller en cap ni el Borbón de más largo reinado salen con buen pie de la crónica atrabiliaria y sarcástica, pero aliñada también con la sal fina de las bellas palabras (justicia, libertad, dignidad), con que Martí Zuviría —figura real que el novelista reencarna con talento hasta convertir en vigoroso personaje de ficción— redacta las vicisitudes de esa capital catalana que se vio convertida en pieza de cambio en el incómodo ajedrez jugado por españoles, ingleses, franceses y austriacos apenas ochenta años antes de que a un tal Luis XVI le cortaran la cabeza y, con ella, rodaran por tierra también y para siempre ciertos viejos principios.
Para ello, y como Howard Hawks, que cuando filmaba a menudo se ponía la verosimilitud por montera en beneficio de que el jinete (esto es: el espectador) no se bajara nunca de la montura (esto es: la película), Sánchez Piñol llega incluso a conculcar algunas de sus decisiones (por ejemplo, olvidar que la perspectiva de la novela pertenece solo a Zuviría, de modo que los pensamientos que atañen a la privacidad de ciertos personajes resultan incoherentes), pero la fuerza del relato es tal, y la calidad de la escritura tan poderosa, que Victus sobrevive a sus propios lastres, y como Zuviría, cuya vida se salva tantas veces por los pelos, la novela avanza contra viento y marea, poseída por esa virtud anfibia que hace que tenga un aire de familia con la épica que adorna Los miserables, pero también con la ironía que alimenta Barry Lyndon. Y así, en definitiva, por extensión, ambición y plasmación, la obra eleva la temperatura de la novela histórica sin renunciar a ninguna de las virtudes de la narración pura, inflamada por la plenitud del lenguaje y los caprichos de la razón creadora, satisfaciendo tanto a los que gocen de las teselas historiadas de Carpentier como a quienes suspiren por los torneos de honor de Pérez Reverte, pero sin perder en ningún momento la filiación decisiva que hace de Victus un Sánchez Piñol pata negra.