Justo Navarro y el país perdido
“La eliminación definitiva de los moriscos estuvo precedida por un proceso de expolio continuado”
Después de su hasta ahora última novela, El espía (Anagrama, 2012), Justo Navarro ha vuelto a la narrativa por el lado del ensayo, en un libro que combina el relato, el recorrido histórico y la descripción geográfica sobre el terreno, complementada con una serie de fotografías realizadas expresamente para la edición. Publicado por la Fundación José Manuel Lara, El país perdido narra los episodios de la guerra de la Alpujarra (1568-1571), que conllevó, tras largos años de acoso, la definitiva expulsión de los moriscos.—La lectura de El país perdido deja la sensación de que la rebelión morisca fue inducida por los cristianos. ¿Fue así realmente?
—Así lo parece, por lo menos. La monarquía que nace con el Estado moderno exigía que esa importante presencia social, económica y cultural, que eran los moriscos del reino de Granada, desapareciese de España. La Corona implicaba la existencia de una única ley, de una única religión muy ligada al sistema legal, de una sola cultura. Por eso la rebelión de la Alpujarra pudo ser un hecho provocado. A través de diferentes pragmáticas se llevó a ese pueblo a una situación insostenible. Pensemos que incluso se les prohibió lo más común y lo más íntimo que tenían: su propia lengua, el árabe.
—¿Por qué la Alpujarra fue el centro de la rebelión?
—La Alpujarra era un vergel y una fortaleza natural con fama de irreductible. Era un país hermético y a la vez abierto al mundo a través de sus huertos, muy ricos, y un ejemplo de cómo el trabajo humano puede confluir con la obcecación o el carácter de la naturaleza o, dicho de otro modo, de cómo la naturaleza deviene cultura. Contribuía con magnificencia a las rentas reales y era un paraíso agrícola que se convirtió en un campo de batalla idóneo para lo que, cayendo en el anacronismo, podríamos llamar una guerra de guerrillas. La fuerza de los rebeldes no daba para más: tenían que aliarse con las características geológicas del territorio. El alzamiento creció hacia Málaga y Murcia, y duró dos años. La rebelión de la Alpujarra fue, como dijo don Juan de Austria, el fin de la Reconquista o, como ha señalado Bernard Vincent, el último episodio de una guerra de cien años.
—La Alpujarra era la tierra de la seda. ¿Hubo también una lucha por el control del mercado de la seda y por eso los cabecillas pertenecían a este gremio?
—Sí, era un inmenso huerto de morales. La seda era una fuente de ingresos muy importante que aportaba el reino de Granada a la Corona. Y esta actividad era motivo de rivalidad económica entre los cristianos nuevos del reino de Granada y las ciudades sederas de Castilla. Ya lo sugirió Ramón Carande y lo recordó Kenneth Garrad, que vio en el estado de la industria de la seda un posible detonante para la rebelión. Principales cabecillas del alzamiento pertenecían a familias dedicadas a la seda, un mundo netamente morisco. Prácticamente todos los términos que se usaban en el negocio eran árabes y los comerciantes se entendían en esa lengua.
—¿Qué tipo de cargas soportaban los moriscos?
—Eran una población muy rentable. El aparato militar del reino de Granada lo sostenían prácticamente los moriscos, a quienes se les hacía pagar los efectos derivados del especial cuidado que había que tener con ellos, por sus relaciones con el norte de África. La Corona veía con inquietud que los moriscos se convirtiesen en una quinta columna del Gran Turco en la península ibérica.
—Los moriscos pagaban igualmente por mantener sus costumbres, los costes de su cautiverio.
—Desde principios del siglo XVI y la conversión forzosa, habían querido comprar su derecho de seguir siendo mudéjares, es decir, vasallos y tributarios del rey cristiano pero fieles a su fe musulmana, a sus costumbres y a su lengua, según las capitulaciones firmadas al final de la conquista de Granada. El rey dio por rotas las capitulaciones después de la primera rebelión de la Alpujarra en 1500. Los mudéjares entendían lo contrario: que las capitulaciones las habían roto las conversiones al cristianismo forzadas por Cisneros.
—¿Qué diferencia hay entre un mudéjar y un morisco?
—El mudéjar es musulmán, el morisco es un cristiano nuevo. Al mudéjar no se le podía acusar de apóstata, hereje o renegado, y al morisco sí, lo que tenía consecuencias legales, penitenciarias. Para eso estaban los tribunales del Santo Oficio.
—¿En qué momento se rompe la última posibilidad de convivencia entre cristianos viejos y cristianos nuevos?
—Los moriscos pagaban por mantener su manera de vestir, de comer, de disfrutar de sus fiestas y de sus ritos, aunque solo fuese en el espacio de su familia. Era como si permanentemente pagasen un rescate, un precio por que se les dejase vivir según sus costumbres y hablar como sabían hablar. Con dinero habían conseguido ir aplazando el cumplimiento de las leyes. Eso se acabó el primer día de 1568, cuando se pregonó la pragmática que mandaba ejecutar todas las prohibiciones dictadas hasta entonces. La intención de la nueva monarquía era extirpar a unos individuos que no se ceñían al modelo de súbdito que deseaban. Pero la eliminación definitiva de los moriscos estuvo precedida por un proceso de expolio continuado, ejecutado por los funcionarios judiciales y eclesiásticos. Las viejas relaciones de vasallaje habían pasado a la historia.
—La religión parece muy vinculada a la ley que avalaba los abusos.
—Entiendo que en ese momento histórico hay una simbiosis entre la ley de la Corona y la ley de la iglesia católica: son solidarias y complementarias. No se entienden la una sin la otra. Por otra parte, existía un gran rechazo hacia los curas, que funcionaban como aparato policial. Vigilaban a los moriscos, los multaban si no iban a misa, los denunciaban a la Inquisición. Los cristianos nuevos se sentían esquilmados cuando pagaban el sustento de las iglesias y de las fiestas religiosas. Los padrinos de los bautizos de sus hijos tenían que ser cristianos viejos, así que había que contratarlos, pagándoles. Uno de los cronistas de la guerra de la Alpujarra, el más fantástico, Pérez de Hita, figura como padrino en un bautizo. Parece que estuvo en la guerra alpujarreña en lugar de alguien que le pagó para que lo sustituyera.
—En esta rebelión, además de Aben Humeya y de Aben Aboo, los dos reyes moriscos, hay otro personaje más oscuro, Aben Farax, que quiso sublevar al Albaicín la Nochebuena de 1568 y luego desapareció. ¿Qué papel jugó realmente?
—Farax es un personaje enigmático. Él desata la rebelión, muestra su crueldad en los primeros días de la guerra y de repente se evapora. Mármol Carvajal, uno de los cronistas, dice que le desfiguran el rostro, transformándolo en un monstruo que vivía de la limosna, y sale de Granada con los moriscos desterrados. En cambio, Ginés Pérez de Hita cuenta una historia muy distinta y lo imagina en Argel, como pirata y traficante de esclavos. Las dos historias cuentan lo mismo en el fondo: una transformación y un viaje. Cabe otra posibilidad que también respeta esos elementos: que una vez cumplido su papel de agente provocador, Farax acabara en América para empezar otra vida.
—Ha citado a Mármol Carvajal y a Pérez de Hita, que junto a Hurtado de Mendoza son los tres cronistas de la rebelión. ¿Cuál de las tres es la versión más verosímil?
—Todo lo que sabemos de esa guerra lo escribieron cronistas que pertenecían al bando vencedor. Creo que es algo que hay que tener en cuenta. El más minucioso es Mármol Carvajal, que iba en las tropas de Juan de Austria. La Guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza, me parece un libro magistral. Hurtado, tío del capitán general de Granada, estaba desterrado en la ciudad en los días de la rebelión, y siguió lo que presenciaba y las noticias que recibía con la visión de un humanista, antiguo embajador de Carlos V, con mucho mundo y mucha sabiduría política y moral. La crónica de Pérez de Hita sería la que aconsejaría al guionista de una superproducción cinematográfica sobre el asunto.