Analistas de la condición humana
La gran tradición de los moralistas franceses arranca con autores como La Rochefoucauld o La Bruyère, continúa con Vauvenargues, Rivarol o Chamfort, sigue dando frutos con Joubert y llega hasta Cioran
El género tiene varios nombres equivalentes a sentencia breve, así, aforismo (del griego, “definición”) y máxima, del latín “regla máxima”, sustantivando el adjetivo; en ambos casos se designa una frase sentenciosa que se supone ejemplar, unos pedacitos de filosofía al alcance de todos. A veces, un florilegio de citas de hombres ilustres, pero también reflexiones personales expresadas de una manera rápida y concisa, con la amabilidad de no querer cansar al lector. Para evitar equívocos tengamos en cuenta que los Pensamientos de Pascal solo en apariencia pertenecen a la aforística, porque en realidad son notas provisionales destinadas a un libro que no llegó a escribirse.Sin embargo en la misma Francia del siglo XVII fueron sus contemporáneos los que establecieron el canon literario de las máximas, un capítulo de la literatura al que se suele poner el epígrafe de “moralistas”; que nadie se llame a engaño, en francés la palabra no significa que estos sean autores cuyo propósito es moralizar, es decir, enseñar la moral, sino que reflexionan sobre las costumbres —en latín mores— y la condición humana. Los “moralistas” franceses por lo común es dudoso que sean edificantes, más bien tienden a cierto cinismo desengañado y de buen tono que emplea, eso sí, una lengua impecable, elegantísima.
Esta modalidad literaria nació como pasatiempo mundano en los salones de la nobleza, habitualmente presididos por alguna aristocrática musa que presumía de ingenio y distinción; como la marquesa de Rambouillet, quien en su chambre bleue reunía un cenáculo entre pedante y cursi que hizo nacer la afectación almibarada del preciosismo, moda que ya satirizó Molière y de la que casi nada ha perdurado. Una superviviente de este famoso salón fue otra marquesa, Madame de Sablé (1598-1678), dama a la que se atribuyeron numerosos amoríos, que hizo mucha política quizá por el simple gusto de hacerla, y que por fin acabó muy devota, aunque con buenas dosis de jansenismo (se retiró a un pabellón pegado a la abadía de Port-Royal des Champs de París).
A simple vista, un cambio sorprendente, asociando la rebuscada frivolidad con el rigorismo moral más extremoso. Lo cierto es que en su casa se cultivó a manera de juego de salón el ingenio de los aforismos; a menudo parece que obra colectiva de los asistentes, formulando y puliendo ideas que venían de muy antiguo; por ejemplo de Séneca y san Agustín (este último, el santo predilecto de los jansenistas), y en ocasiones de tiempos más próximos: Montaigne…, y nuestro Gracián, muy traducido y admirado en estos ambientes (en las máximas de Madame de Sablé hay dieciséis tomadas directamente del Oráculo manual y arte de prudencia).
Los ‘moralistas’ franceses por lo común es dudoso que sean edificantes, más bien tienden a cierto cinismo desengañado y de buen tono que emplea, eso sí, una lengua impecable, elegantísimaPero si recordamos este círculo de selecta sociedad es porque en él participaba el duque de La Rochefoucauld (1613-1680), cuyo volumen de Máximas es uno de los hitos del llamado clasicismo francés. Curioso personaje que vivió intensamente hasta la derrota y el desengaño las últimas batallas de la nobleza aún feudal antes del advenimiento del poder absoluto de Luis XIV. Orgulloso de su estirpe, que según parece ya era principal en el siglo X, participante en todas las revueltas y rebeldías del tiempo de Luis XIII y de Mazarino, en su vejez, casi ciego, gotoso y sin futuro —aunque quizá enamorado, se supone que platónicamente, de Madame de La Fayette—, cincela estas frases desconfiadas y amargas por las que ha pasado a la posteridad.“Es fácil consolarse de las desgracias ajenas”, nos dice con su frío humor, la virtud quizás apenas existe, porque el egoísmo es más fuerte (a los jansenistas les gustaba esa sombría visión del hombre). Nadie como él para acuñar frases lapidarias: “Si no tuviéramos orgullo no nos quejaríamos del de los demás”, “Prometemos según nuestras esperanzas, y cumplimos según nuestros temores”, “Perdonamos a quienes nos han hecho daño, pero no podemos perdonar a quienes se lo hemos hecho”, “Nuestras virtudes suelen ser vicios disfrazados”, “Por mucho que nos elogien no conseguirán sorprendernos”, “La magnanimidad lo desdeña todo para tenerlo todo”.
He ahí un repertorio de paradojas mordaces y casi nihilistas, que en el fondo congeniaba con el jansenismo ambiental y su insistencia en la naturaleza caída impregnada de pecado; pero La Rochefoucauld en materia de religión es neutral. En un universo implacable no espera nada de este mundo ni del otro, la hipocresía y la debilidad humanas son irredimibles. Y desde luego no aspira a guiar o aconsejar a sus lectores, no hace más que iluminar desde su perspectiva lo que juzga engañoso. Y no habla jamás de sí mismo —norma que ya había enunciado Gracián—, su altivez no condesciende a esas complacencias, el yo se esconde bajo ideas generales, él se limita a dejar constancia de ilusiones desvanecidas y fracasos.
Morirá piadosamente, asistido por el gran Bossuet y dejando desconsolada a Madame de La Fayette, la novelista de La princesa de Clèves, de todo lo cual tenemos testimonio en unas cartas de Madame de Sévigné (dicho sea entre paréntesis, una aglomeración de magníficos escritores en su lecho de muerte, el grand siècle es así). La Rochefoucauld marca para siempre la pauta de la literatura aforística francesa, tan pulcra y brillante como pesimista. A fines del mismo siglo XVII Los caracteres de La Bruyère insiste en la misma tónica (“Hay que reír antes de que seamos felices, no fuera que nos muriéramos sin haber reído”), y ya bien entrado el XVIII también Montesquieu cultiva el género, aunque sin tomárselo muy en serio, convirtiendo su carné de notas, que no se publicó hasta fechas muy recientes, en un cajón de sastre.
Pero sin duda fue el marqués de Vauvenargues (1715-1747), militar y diplomático que murió siendo un desconocido, la figura más atrayente y sugestiva de esta época; racionalista con muchos matices (“Conviene ser firme por temperamento y flexible por reflexión”, “No se puede ser justo si no se es humano”), es un estoico original y asistemático: “Las pasiones han enseñado la razón a los hombres”, “Despreciamos muchas cosas para no despreciarnos a nosotros mismos”. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que se reconociera la inteligencia y la personalidad de su obra.
Pero hay que trasladarse a los años de la Revolución para encontrar nuevas muestras interesantes del género. Son dos escritores, antagónicos por sus ideas, que representan muy bien la inevitable crispación del género en años tan convulsos. El conde de Rivarol, que probablemente no era conde, hizo reír a todo París con sus aceradas sátiras antirrevolucionarias que le obligaron a exiliarse, pero su ironía no respeta a nadie, y mucho menos a los nobles: “La nobleza confunde sus recuerdos con sus derechos”. Su contemporáneo Chamfort se lanzó a la política de signo jacobino, y jacobino seguirá siendo hasta su muerte —se suicidó en la cárcel cuando iba a ser guillotinado por los que pensaban como él—, con una independencia de criterio que es rara en medio del Terror. Nietzsche y Camus han sido algunos de los admiradores de este insolente plebeyo que rompe la tradición de los “moralistas” con título.
La literatura aforística tiene una espléndida continuidad en Joseph Joubert (1754-1824), amigo de Chateaubriand, quien lo dio a conocer póstumamente; fue un hombre acurrucado en un rincón de la vida, casi sin participar en ella, y destilando breves y agudísimas observaciones que ni siquiera se molestó en publicar. Joubert es un pequeño filósofo sutil y desengañado que inclina la tradición de los “moralistas” franceses en un sentido más espiritual: “El alma habla consigo misma en parábolas”, “Dios es el lugar en el que no me acuerdo de todo lo demás”, “Todos los jardineros viven en lugares hermosos, porque los convierten en hermosos”, “Se hacen abstractos para parecer profundos”, “Saber es ver en sí mismo”.
Y tal vez no sea un mal término de este recorrido evocar aquí como su paradójico remate a Émile Cioran (1911-1995), rumano aclimatado en Francia (1937) que escribió en un admirable francés que los franceses parecen haber olvidado. Un extraño injerto venido del otro extremo de Europa transformando pasionalmente una tradición tan archifrancesa como la novela sicológica que ya cultivaba el último amor de La Rochefoucauld. “He buscado el Absoluto”, confiesa este singular filósofo, ácido y tempestuoso, que ha llenado con sus reflexiones provocadoras más de mil páginas, las de los Cuadernos y otras obras como Silogismos de la amargura (este simple dato ya indica que, a diferencia de su ilustre predecesor, el duque, la mesura no es lo suyo).
“La verdad está en Shakespeare, un filósofo no puede apropiársela sin estallar junto con su sistema”, “No hay salvación salvo en la imitación del silencio”, “La poesía occidental, ejercicio de saltimbanquis y de estetas”, “No he aportado nada nuevo, sino una desolación más luminosa”, “En el Juicio Final solo se pesarán las lágrimas”, “Me gustan los escritores de penumbra, como Joubert”, “Solo nos presta servicio el que crea el vacío a nuestro alrededor”… Apasionado, exageradísimo y cultivando las exageraciones, Cioran es un grito de rebeldía que usa el molde más refinadamente educado de la época de Luis XIV.