Compañero de vida
Montaigne no habla desde ‘arriba’, se pone a la misma altura que los lectores y adopta el tono poco académico de la confidencia, en ocasiones incluso de la complicidad
“Mi único oficio y arte es el de vivir”
Se ha llamado en más de una ocasión a Michel de Montaigne “maestro de vida”. Y en efecto lo es si por tal se entiende que de la lectura de sus Ensayos podemos extraer lecciones que nos sirvan de orientación en nuestra vida. Pero que conste que somos nosotros quienes convertimos en lecciones sus opiniones o apuntes tomados del natural, de la experiencia inmediata. Montaigne nunca adopta la actitud del maestro (cuyo nombre en italiano era “pedante”, como él mismo se encarga de recordarnos), no escribe encaramado a la tarima de la sabiduría y hablando desde arriba, como quien se dirige a párvulos o descarriados. Por el contrario se pone a la misma altura que los lectores y adopta el tono poco académico de la confidencia, en ocasiones incluso de la complicidad. No pretende describir los rasgos generales de lo humano para elevarse hasta los conceptos universalmente válidos, sino que se limita a proporcionar las pinceladas que le caracterizan a él, Michel de Montaigne, una persona que se sabe única (como todas), distinta a las demás (como cualquiera), no especialmente memorable por tanto sino ejemplarmente vulgar. Y es que lo más vulgar de nuestra condición, para Montaigne, es ser como todos y por tanto no parecerse del todo a nadie. De antemano descarta considerar “científicos” sus Ensayos, porque ya Aristóteles señaló que no hay ciencia de lo individual sino de lo universal. Cuenta lo que ha comprobado reflexionando sobre su experiencia, no atrevidas generalizaciones hechas a partir de ella: “lo que va aquí no es mi doctrina, sino mi estudio; no es la lección de otro, sino la mía”. Si los demás quieren conocerse que hagan como él, no que se aprendan de memoria lo que dice.Le falta también por completo otra de las cualidades del magister vitae, la voluntad de ser edificante. Cuando se refiere a lo que más le ha interesado de las obras clásicas que ha frecuentado, señala que son las opiniones que “más nos desprecian, envilecen y aniquilan”. Lo cual confirma lo que ha “espiado” (el término es suyo) en sí mismo, una vanidad y una debilidad que apenas se atreve a decir. De modo que otros quizá hablen de sí mismos porque tengan ese tema por digno y rico en virtud de sus hazañas; él en cambio no se hace tales esperanzas y sabe que su autoexamen se centra en un sujeto tan estéril y escaso que nadie le podrá acusar de ostentación… A partir de ahí, podríamos esperar una serie de amonestaciones renunciativas para dar de lado lo que tan fútil se presenta y buscar algo trascendente que sea preferible. O al menos unos ejercicios espirituales que endurezcan nuestra voluntad y nos hagan sobreponernos a lo que parece inevitable en nuestra condición. Pues ninguna de las dos cosas. Por supuesto, no se le escapa que “nuestra religión no tiene más seguro fundamento humano que el menosprecio de la vida”. Pero aunque jamás mantiene ninguna proposición antirreligiosa o herética, la fe y sus dogmas están perfectamente ausentes de los Ensayos. Cita a todos los maestros del paganismo clásico, pero a San Agustín o Santo Tomás no los tiene en su repertorio. Nos cuenta sus inquietudes más íntimas, los problemas que le ocasiona tener una corta estatura o los detalles de un desvanecimiento, pero jamás comenta dudas de fe. La religión es un puñado de costumbres y fórmulas que deben ser respetadas como otras, pero nada más profundo. No se hace ilusiones sobre este mundo ni sobre nuestra condición y sin embargo no aconseja buscar nada mejor en algún más allá. Hay que ser leales a nuestro ser, por deficitario que sea: no hay mayor ni peor locura que renegar de él. Es aconsejable buscar la perfección, pero no fuera de la imperfección que nos constituye sino en ella misma: “no hay nada tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre… ni ciencia tan ardua como saber vivir esta vida bien y naturalmente”. El objetivo de la vida es la misma vida, no la muerte y lo que viene luego, que son solo su término.
Montaigne no se hace ilusiones sobre este mundo ni sobre nuestra condición y sin embargo no aconseja buscar nada mejor en algún más allá. Hay que ser leales a nuestro ser, por deficitario que sea. El objetivo de la vida es la misma vidaEntonces ¿se pondrá Montaigne como ejemplo de una vida de superación y esfuerzo que cumpla el ideal humano de impávida laboriosidad que encontramos en los más exigentes maestros estoicos? Ni mucho menos. Montaigne reconoce que no le gustan “los trozos que le sirve la necesidad”, ni aquellas virtudes que exigen una ardua gimnasia moral o física para alcanzarse. Lo que hace bien es porque lo hace con alegría, con facilidad de disposición. Lo que mejor le sale es lo que menos le cuesta y más le gusta, una lección que la mayoría de los gurús de la virtud no estarán dispuestos a aceptar como suya. Con perfecta naturalidad, Montaigne asume que la guía vital que suele tomar es la senda que le marcan sus placeres. Y no aquellos placeres purificados por nuestro control racional y encarrilados por miramientos elevados, de los que hablan los epicúreos más remilgados, sino precisamente esos en los que todos pensamos y de los que nadie se enorgullece: “Atrapo hasta las menores ocasiones de placer que se me ofrecen. He oído hablar mucho de varias especies de voluptuosidad prudentes, fuertes y gloriosas; pero esas opiniones no me convencen lo suficiente como para apetecerlas. No quiero que las mías sean magnánimas, magníficas y fastuosas, sino que las prefiero muy dulces, fáciles y al alcance de la mano”. En todos los campos de la actividad humana es ese credo hedonista sin pretensiones sublimes el que para él —que tiene un alma muy suya, como bien nos advierte— establece las fronteras a no franquear: “En los asuntos domésticos, en el estudio, en la caza y en cualquier otro ejercicio, hay que llegar hasta los últimos límites del placer y cuidarse de no ir más allá, donde lo penoso comienza a meterse por medio”. Hay que dar el alto cuando el placer se acaba y no dejarse llevar por esfuerzos dolorosos, por mucho que la opinión ajena —hoy diríamos lo “moralmente correcto”— nos recomiende dejarnos la piel en elevados empeños.Sin duda no es este el tono que esperamos de un maestro de vida, sino más bien el de un compañero en este asunto de ser humano sin dejarlo de pasar lo mejor posible en el intento. En modo alguno Montaigne se muestra despectivo o regañón con quienes piensan de otro modo: a cada cual según su gusto y su alma propia. No quiere culpabilizar o ridiculizar a nadie sino más bien al contrario, disculpa con su propio ejemplo a los que sientan remordimiento por ser como son y no parecerse a los más altos parangones virtuosos que oyen elogiar a su alrededor en púlpitos y cátedras. Precisamente por eso sus escritos han hecho a lo largo de los siglos tantos amigos y han encontrado tantos aliviados cómplices entre sus lectores: porque no humillan a nadie ni condenan ninguna debilidad de quien ya de entrada se declara irremediablemente débil. Una vez aceptada la inevitabilidad de la muerte como el final poco grandioso de algo que nunca lo fue demasiado, lo que queda no es la autoflagelación que nos castiga por no ser más que lo que somos sino la libertad para disfrutar como mejor podamos de ello. No hay que hacerse ilusiones pero tampoco desilusionarse hasta la desesperación por no tenerlas. Montaigne nos guiña el ojo, mientras nos cuenta sus frustraciones y contratiempos y nos recuerda que después de todo aunque estuviésemos en el trono más imponente del mundo siempre nos sentaríamos sobre nuestras posaderas. Por eso nunca nos desmoraliza y quizá no desmoralizar sea el mejor comienzo de una moral que no se resuelva a fin de cuentas en puritanismo o hagiografía. Alguien que lo leyó y amó toda su vida, no a pesar de los pesares sino en medio de los pesares pero contra ellos, fue el frágil Stefan Zweig, que hizo de él este elogio: “Veo en él al antepasado, el protector y el amigo de cada hombre libre en la tierra, el mejor maestro de esta ciencia nueva y sin embargo eterna que consiste en preservarse a uno mismo de todos y de todo”. O sea, el padre de todos los librepensadores del mundo.