El experimento de Holmes
Traducir es tomar unas palabras y convertirlas en palabras absolutamente distintas que prodigiosamente han de decir lo mismo que las primeras, pero hay palabras que se resisten a semejante transmutación
No me bastaba mi mundo, así que busqué otros. Leí en idiomas ajenos, porque el mío tampoco lo sentía totalmente mío. Empecé a traducir. Y me di cuenta de que traducir palabras es menos difícil que traducir mundos enteros y encontrar el modo de nombrar costumbres raras y relaciones y cosas que ni siquiera existen en el mundo que nosotros habitamos. Cuando viajé al universo de Francis Scott Fitzgerald, mientras traducía sus cuentos, alguna vez me sentí mudo ante la necesidad de escribir en español las realidades de los Estados Unidos de América y la Europa de los americanos en los años veinte y treinta del siglo pasado, tal como Fitzgerald las vio.Vladimir Nabokov hablaba del “extraño mundo de la trasmigración literaria”. Traducir es tomar unas palabras y convertirlas en palabras absolutamente distintas que prodigiosamente han de decir lo mismo que las primeras, pero hay palabras que se resisten a semejante transmutación. Hay que ser atrevido para traducir. Hay, incluso, que atreverse a dejar palabras sin traducir. ¿Quién fue el primer intrépido que convirtió un hotdog en un perrito caliente? Es aparentemente irresoluble el problema de traducir mundos ajenos, en los que existen elementos que faltan en nuestro mundo y para los que nos fallan las palabras. Traduciendo a Fitzgerald, tropecé con un problema tonto, un deporte, el football, cuyo nombre no sabía cómo traducir a pesar de su evidente transparencia. Pero el fútbol de aquí es otra cosa, sin cascos ni corazas para los jugadores, sin licencia para coger el balón con la mano, y obediente a reglas absolutamente distintas. ¿Debía escribir yo, en mi versión de Fitzgerald, “fútbol americano”? El adjetivo me parecía redundante, obvio, pues ese deporte lo jugaban en América jóvenes americanos ante un público americano de una universidad americana. La solución de traducir “football” por “fútbol americano” me recordaba esa obra de Ionesco en la que aparece una familia maniática del inglés, que habla en inglés, usa muebles y tejidos ingleses, y bebe agua inglesa. La familia X es inglesa, concluía Ionesco, que alguna vez fue campeón del teatro del absurdo.
Pero ese caso es un problema sin importancia, quizá porque sea verdad que todas nuestras lenguas, las de Occidente, “constituyen una especie de lengua común […] en la medida en que las lenguas se ajustan al patrón común, en que sus giros y palabras resultan equivalentes y traducibles”, como escribió una vez Agustín García Calvo. Ese “extraño fenómeno de una lengua común a las varias lenguas occidentales” se basa en “el funcionamiento durante siglos del latín medieval, es decir, de una lengua de cultura común a todas las naciones y superpuesta (o incrustada) a los usos de las lenguas vivas […] lo mismo si eran latinas que germánicas”. Problemas de verdad me figuro que los encuentra un traductor del chino, por ejemplo, que ha de vérselas con irresolubles cuestiones culinarias, arquitectónicas, de parentesco y otras relaciones humanas, toponímicas y patronímicas, e incluso de transcripción de los ideogramas chinos.
Las relaciones de fidelidad entre la obra traducida y su traducción se establecen siempre en el territorio adúltero del encuentro entre las dos lenguas. La pureza es ahí constitutivamente imposible, y por eso no hay traducciones definitivasEstos obstáculos debe tomárselos el traductor como una oportunidad de ensanchar las posibilidades de su propia lengua. “La traducción rompe barreras caducas de la propia lengua”, decía Walter Benjamin, para quien el error fundamental del traductor sería contentarse con el estado en el que recibe su lengua. ¿No debe, mejor, aceptar las modulaciones y transformaciones que exige la lengua extranjera, y permitirle a la suya la conmoción del trato con las palabras extrañas? El peligro que acecha a las literaturas son los lugares comunes y las frases hechas, recordaba otra escritora y traductora, Madame de Staël, y la mejor manera de evitar la esterilidad de los tópicos es “examinar aquello que actúa sobre la imaginación y el espíritu de otros pueblos”. Traducir es una buena vía para que el escritor se libre de los clichés y la palabrería convencionalmente literaria. Escribir y traducir son, para mí, esencialmente lo mismo. Escribir es un prestar atención, un estado de enamoramiento ante la realidad. Consiste en nombrar el mundo para entenderse con él y ser transformado por él (uno está capturado en la realidad que quiere contar, y uno se deja capturar por el autor al que debe doblar, traduciéndolo). El mundo al que presta atención el traductor es el libro que debe traducir.No olvido, sin embargo, que, si existe el compromiso de respetar la obra que traducimos, existe también el de respetar la propia lengua. Las relaciones de fidelidad entre la obra traducida y su traducción se establecen siempre en el territorio adúltero del encuentro entre las dos lenguas. La pureza es ahí constitutivamente imposible, y por eso no hay traducciones definitivas, como si los traductores buscaran sin fin la inalcanzable bondad absoluta. Cuesta mucho dar por acabada una traducción, porque pensamos que aún podríamos mejorarla, aunque ya nos parezca casi perfecta. Y siempre habrá algún lector de una traducción ya publicada que la encuentre insuficiente o deficiente y decida acometer, mejorándolo, el mismo trabajo de transformismo lingüístico. Las leyendas sagradas sobre los orígenes del traducir ofrecen un ideal de pura fidelidad y equivalencia entre traducción y obra traducida. San Isidoro de Sevilla cuenta en sus Etimologías (VI, 4, 1-2) la historia de la primera traducción, la Biblia de los Setenta, en el siglo III antes de Cristo.
Setenta traductores judíos griegos, en la Alejandría del gran faro y la gran biblioteca, tradujeron del hebreo las escrituras del Antiguo Testamento por encargo de Ptolomeo II Filadelfo. Separados individualmente en celdas, coincidieron en todo, incluso en el orden de las palabras, gracias al Espíritu Santo: la palabra de Dios en idioma original era equivalente a la palabra de Dios traducida al griego. La traducción fue vista desde el principio como un prodigio. James S. Holmes propuso un experimento que prueba lo irrepetible del milagro de equivalencia de los Setenta en Alejandría o, lo que es lo mismo, que una traducción nunca es el equivalente del original. Se les da a cinco estudiantes de álgebra elemental la multiplicación (x+y) (x-2y), y a otros veinticinco se les pasa el resultado y se les piden los factores de la multiplicación. Hay bastantes posibilidades de que los cinco primeros respondan (x2-xy-2y2) y los veinticinco (x+y) (x-2y). Esto es una verdadera relación de equivalencia, dice Holmes. Pero si a cinco traductores de español se les da el mismo poema francés o italiano, lo más probable es que ofrezcan cinco traducciones distintas, que a su vez serían retraducidas de manera totalmente distinta al francés o al italiano por los otros veinticinco traductores del italiano o el francés.
Así que la fidelidad imposible me la tomo como un asunto ético. La traducción entraña un programa ético, por decirlo así, que es también una cuestión técnica, lingüística. Por mi parte, repito que cada vez que me he puesto a traducir he asumido un compromiso de fidelidad triple: 1) a la obra que estoy traduciendo. 2) A mí mismo, como lector obligado a leer bien. Estos dos compromisos de fidelidad son fundamentales para cumplir el tercero: 3) El compromiso de fidelidad al futuro lector al que entregaré mi lectura de la obra traducida.