El impulso biográfico
No basta con colocar los datos abrumadoramente uno detrás de otro. Hay que poder construir un relato sobre una vida real, armar una historia que aspire a la verdad humana
Con todas las salvedades que se quieran, me atrevo a decir que vivimos en la edad dorada de la biografía. La presencia y la representación, visual y escrita, de vidas reales en los medios —del libro al cine, la radio, la televisión e Internet— está más extendida que nunca. Incluso las empresas funerarias han actualizado su oferta y la anodina esquela de siempre se ha transformado en una rápida semblanza escrita del ser fallecido. Podríamos hablar de un impulso biográfico que está repercutiendo también en una nueva forma de ver y analizar el pasado. Filósofos e historiadores de la cultura como Safranski, Onfray, Blom o Argullol recurren a la estructura biográfica para construir su propio discurso cultural a la luz de un nuevo punto de vista.Sin embargo, se produce la paradójica situación de que en el seno de la cultura española esa ebullición del género inseminando, por decirlo así, la mayoría de las manifestaciones culturales y comunicativas, se produce en medio de un vacío intelectual considerable. No tenemos una historia de la biografía que nos permita conocer y aquilatar cómo ha evolucionado el género y en función de qué circunstancias se desarrolló (o quedó frenado); los estudiantes de Humanidades deseosos de dedicarse profesionalmente a la biografía tampoco disponen de manuales, ni de cursos guía donde aprender y orientarse sobre su metodología, y los premios, ayudas a la investigación y distinciones vinculadas a dicha escritura son mínimos si los comparamos con los que merecen otros géneros históricos y literarios. En más de treinta convocatorias, el Premio Nacional de Historia ha recaído solo en dos ocasiones sobre biografías, curiosamente Isabel I (Luis Suárez, 2001) e Isabel II (Isabel Burdiel, 2011), lo que viene a ser la expresión de un accidente puntual, más que los datos de un género afianzado que compite libremente con otras formas del relato histórico. En cuanto al Premio Nacional de Ensayo en casi cuarenta convocatorias lo ha concedido en dos ocasiones a ensayos biográficos. Pese a iniciativas como el Premio Antonio Domínguez Ortiz de la Fundación José Manuel Lara o, parcialmente, el Comillas de Tusquets, apenas existen premios nacionales o institucionales de alcance, centrados en la promoción intelectual de la biografía. Teniendo en cuenta la contribución que viene prestando al conocimiento y comprensión de nuestro mundo, presente y pasado, lo menos que puede decirse es que el resumen resulta decepcionante. Una sociedad en la que no existiera la biografía es casi impensable, por no decir que sería invivible, y, sin embargo, no incluimos su estudio, ni su metodología, ni enseñamos a amarla en la escuela o en las aulas universitarias, ni tampoco facilitamos las herramientas para poder discriminar un buen relato biográfico de un mero ejercicio oportunista. Y todo ello a pesar de su aportación al sostén y diafanidad de nuestra vida democrática, al proporcionar una reflexión permanente sobre la dimensión, el alcance y las limitaciones de cualquier vida humana. Es una especie de observatorio humanista que de no existir, habría que crearlo.
En el seno de la cultura española la actual ebullición del género se produce en medio de un vacío intelectual considerable. No tenemos una historia de la biografía que nos permita conocer y aquilatar cómo ha evolucionado Pero lo cierto es que su ética, al igual que la historia y la teoría que acompañan al género, han quedado al albur de una práctica forzosamente autodidacta donde los aspirantes a biógrafos se ven obligados a escarbar en todas las direcciones, a fin de hacerse una idea de cómo proceder con sus proyectos. El resultado es una enorme confusión intelectual —se presentan como biografías obras que no lo son y se elogian libros que, desde un punto de vista biográfico, no lo merecen—. La confusión está también en las editoriales, las primeras en hacerse cargo de las nuevas orientaciones de la demanda y por tanto más que receptivas a la publicación de novedades biográficas, que son más abundantes y plurales que nunca. Pero apenas apuestan por la biografía autóctona. Imposible le resulta al biógrafo español competir internacionalmente sin apenas financiación que permita los viajes, la consulta en archivos, la localización de los escenarios, la comprobación de los datos, la necesidad de las entrevistas, los años de trabajo. De modo que nuestra formación en este género ha dependido mucho de la compra de derechos. Mi impresión es que al no disponerse de un marco conceptual que configure un canon y que estimule el trabajo continuado sobre obras y autores, como ocurre con la novela, por ejemplo, observamos cómo las mejores aportaciones se consumen junto a obras irrelevantes cayendo todas en un olvido más o menos indiferente.A quien desee emprender la tarea de escribir o representar visualmente una vida real —porque el biopic es un género en alza, con maravillosas aportaciones cinematográficas y televisivas—, lo primero que hay que recomendarle es que se tome un tiempo para pensar. Nadie debería embarcarse en la tarea sin saber algo acerca de cómo y por qué los biógrafos anteriores se ocuparon de la vida de seres reales en el pasado y con qué resultados. La historia es apasionante y está sembrada de conflictos, de denuncias y de rechazos que no han hecho más que afianzar el género, consiguiendo que se reflexionara sobre su metodología y al mismo tiempo que se ampliaran ambiciosamente sus objetivos. Lo que quiero decir es que no basta con colocar los datos abrumadoramente uno detrás de otro; hay que poder construir un relato sobre una vida real, armar una historia que aspire a la verdad humana. Me pregunto cuáles son nuestros modelos. En el pasado la situación estaba clara. No había biógrafo que no mencionara a Plutarco como el referente imprescindible de un modo de abordar la escritura biográfica, concebida como el registro y evaluación del carácter moral de las personas. Lo recuerda Javier Gomá en su proyecto de defensa de la ejemplaridad: no hay otro modo de ilustrar los valores del espíritu (la bondad, la rectitud, la honestidad, el respeto…) que encarnándolos en una persona que los haya adoptado como propios. He aquí una de las poéticas de la biografía, su potencia como reflexión moral. Y es que Plutarco desconfiaba de la historia, al igual que Samuel Johnson, el autor de Lifes of the English Poets (1779-1781): ambos creían que si bien los historiadores daban cuenta de las acciones de unos personajes relevantes, las motivaciones que apuntaban no eran creíbles. De hecho ahí podríamos hincar la razón de ser de la biografía: “no podemos confiar en los caracteres que encontramos en la historia”, sostenía Johnson (incluyendo, cómo no, la historia de la literatura). Johnson veía desfilar a hombres de paja (el tiempo de las mujeres llegaría después), irreales, embutidos en uniformes (hagiográficos) que no eran los suyos.
Si nos preguntamos cuáles son nuestros biógrafos de referencia, los nombres son abundantes, pero muchos de ellos surgen vinculados a trabajos de una enorme erudición (la monumental biografía de Cervantes, de Luis Astrana Marín, podría ser un buen ejemplo). Un caso excepcional fue Gregorio Marañón, tal vez el único intelectual reconocido popularmente como el biógrafo del conde-duque de Olivares o de Antonio Pérez (hasta la aparición en escena del historiador Manuel Fernández Álvarez, cuyas biografías históricas arrasaron en las librerías). Los libros de Marañón disfrutaron asimismo de un gran éxito. El único reparo que hay que hacerle es que él se aproximaba a su biografiado como al sujeto de una historia clínica que era preciso reconstruir y comprender. Más que biografías, lo suyo eran patografías.
El punto de inflexión en la biografía española lo aportaron historiadores procedentes del mundo anglosajón (Ian Gibson, John Elliott, Paul Preston) mostrando las posibilidades del género en una sociedad democrática. En pleno siglo XXI podría decirse que la biografía está en nuestras manos. Como escribió el poeta Horacio: “Muchos héroes vivieron antes que Agamenón; pero todos nos son desconocidos, quedaron extinguidos en la noche eterna, porque no tuvieron a ningún cronista diligente”. Nada comparable al orgullo de poder rectificar, como biógrafos, aquella situación.