El mundo encuadernado
Nunca me ha abandonado la afición a los diccionarios y las enciclopedias como herramientas de conocimiento, pero también, tal vez sobre todo, de disfrute y entretenimiento, de indagación y de hallazgo al azar
Una enciclopedia es una maqueta del mundo dispuesta en orden alfabético. Las enciclopedias, como los diccionarios, nos sirven para aprender, pero nos fascinan por el mismo motivo que las maquetas de edificios o de estaciones de tren: reproducen la realidad y al mismo tiempo la vuelven manejable; nos ofrecen el espectáculo de su diversidad y al mismo tiempo la ilusión de un orden que nos parece natural y exterior a nosotros pero que es tan solo un modelo a escala creado por nuestro cerebro para orientarnos en lo que de otro modo sería incomprensible. Para hacer justicia al asombro que merecen las cosas comunes deberíamos remontarnos a nuestro primer encuentro con ellas, casi siempre olvidado. Porque me hizo tanta impresión yo me acuerdo de mi primer diccionario, que tuve en mis manos en mi querida escuela de los jesuitas en Úbeda: era pequeño, un Iter de Sopena, pero era prodigioso; un libro en el que estaban contenidas todas las palabras; un libro en el que cualquier palabra se podía encontrar rápidamente siguiendo un procedimiento que solo requería el aprendizaje del orden alfabético. Uno pensaba una palabra cualquiera y estaba en algún lugar del libro: escondida, pero no perdida, como en una celdilla de un gran panal que se desplegaba sin esfuerzo entre las manos, con la misma facilidad con que aparecía un conejo o una paloma o un pañuelo en las de uno de aquellos ilusionistas que también nos entusiasmaban entonces. Conejo, paloma, pañuelo, ilusionista: también esas palabras estaban en el diccionario. Y también, para diversión eterna de una generación tras otra de niños, muchas de las palabras marranas que nos daban tanta risa, como pedo o culo, aunque otras, enigmáticamente, no venían. No creo que haya nadie que no se acuerde de aquella definición de pedo que venía en el Iter: “ventosidad por el ano”. Tenía la virtud de dar existencia tipográfica a una marranada infantil y al mismo tiempo de volverla incomprensible. ¿Ventosidad? ¿Ano? Así que de nuevo había que ponerse a buscar, no sin desconcierto. Muchos años después, uno de mis hijos me llegó con una sorpresa que había encontrado explorando su primer diccionario, y que lo tuvo desconcertado un tiempo: “sobaco”, una palabra tan familiar y propicia para la diversión, tenía una definición muy rara: “axila”. Y al buscar axila en el diccionario se encontraba sobaco, de modo que había un hilo de necesidad entre lo más conocido y lo más raro. Busco algo en mi ‘Enciclopedia Británica’ y mientras paso las hojas descubro una ilustración o una palabra que me llaman la atención y me olvido del motivo por el que me puse a buscarLa afición nunca me ha abandonado. La afición no solo a los diccionarios y las enciclopedias como herramientas de conocimiento, sino también, tal vez sobre todo, de disfrute y entretenimiento, de búsqueda y de hallazgo al azar. Busco algo en mi Enciclopedia Británica y mientras paso las hojas descubro una ilustración o una palabra que me llaman la atención y me olvido del motivo por el que me puse a buscar, y me encuentro leyendo una descripción estupenda de un pájaro o de una capital de provincia de Hungría o la biografía sintética pero absorbente de un explorador que recorrió Siberia a finales del siglo XVIII. Claro que todo eso lo puedo consultar en Internet, y suelo hacerlo con provecho, y con bastante disfrute, y además me hago cargo, como apasionado ecologista, de los árboles que no van a ser talados para que yo me dé el gusto anticuado de tocar unas páginas en las que esté impresa la información que me hace falta. Pero disfrutar de líneas excelentes de metro tampoco me impide si hace un tiempo aceptable dar una caminata por Madrid o por Nueva York para ir a algún sitio, o para no ir a ninguna parte. Lo que Internet no me da es la impresión visual y táctil de una forma, de esa maqueta que es un libro o una hilera de volúmenes con las letras en los lomos, la majestad de una presencia que en muchos casos está llena de asociaciones sentimentales. Mi diccionario inglés más querido, el admirable The American Heritage Dictionary, me ha acompañado desde que lo compré un invierno de hace ya bastantes años en una librería universitaria de Virginia. Y la Enciclopedia Británica forma parte de mi cuarto de trabajo igual que la mesa y la lámpara y la ventana, dispuesta a regalarme una palabra, una fracción mínima del mundo, en cuanto yo se lo pida por necesidad o capricho.