Poesía ininterrumpida
El torbellino de la historia —y el de la pasión amatoria— envuelve, arrastra y acarrea a los personajes de ‘La noche de los tiempos’, exactamente del mismo modo que el torbellino de la prosa se lleva en volandas al lector
Con muy poca diferencia de tiempo, en dos viajes casi consecutivos a Granada en la primavera de 1985, conocí y reconocí a Antonio Muñoz Molina, que además fue en buena medida mi anfitrión en el segundo de tales viajes. Públicamente, apenas era conocido como escritor: solo tenía editada una preciosa compilación de artículos, El Robinson urbano, a la que no tardaría en seguir otra, Diario del Nautilus. Que había terminado una novela —Beatus Ille— únicamente lo supe después de mi segundo viaje, y no precisamente por él, sino por un amigo común. En aquellos días traté en Granada a bastantes escritores, en su mayoría jóvenes entonces todavía: casi todos eran profesores o poetas o ambas cosas a la vez; acaso es significativo que de todos ellos, el único a quien verdaderamente yo apreciaba como poeta —Antonio Carvajal— estaba ya en aquel momento enemistado con los demás, y me citó, casi clandestinamente, en el Partal a una hora insólita, supongo que para no coincidir con ellos.Como la mayoría de granadinos que he tratado, el solo de adopción granadino Muñoz Molina era, al mismo tiempo, un hombre con profundo sentido del humor y, en no menor medida, un hombre profundamente serio, al que era difícil asociar con la Granada de Ángel Ganivet, con la de Villaespesa, con la de Juan Ramón Jiménez o incluso con la de Federico García Lorca. Sí estaba, en cambio, muy cerca del García Lorca de Poeta en Nueva York, y, de hecho, sus descripciones urbanas de ciudades extranjeras contemporáneas a partir ya de El invierno en Lisboa eran el resultado de ver la Granada moderna con ojos lorquianos, convirtiéndola en una localidad remota y misteriosa. A ello contribuía, ya desde el comienzo, el poder de fascinación de una prosa que parecía proceder al mismo tiempo en parte de Borges y en parte de Faulkner, aunque no precisamente del Faulkner traducido por Borges; algunos han querido ver en las primeras novelas de Muñoz Molina cierto parentesco con mi Muerte en Beverly Hills, cosa que yo atribuyo mas bien a que ambos hemos tenido los mismos modelos literarios, en narrativa y en poesía.
La ambición literaria más alta se fija en la novela de Antonio Muñoz Molina su meta probablemente de más valeroso y difícil cumplimiento; la plenitud expresiva alcanzada es a la vez gratificación moral del autor, del lector y del propio textoLo que se proponía, y de buenas a primeras lograba ya entonces, Antonio Muñoz Molina en sus novelas no era, por cierto nada fácil. El don verbal e imaginístico que tanto, y de tantas maneras diversas, ha asistido, desde hace siglos, a los poetas andaluces, no parece haber sido igualmente propicio para los narradores: es significativo que, si pensamos en clásicos del pasado, los dos nombres que de modo más inmediato nos vienen a la memoria sean el totalmente anómalo Francisco Delicado y el totalmente ático Juan Valera, es decir, cada uno a su modo, dos excepciones. Sin forzar las cosas, es factible trazar una línea ininterrumpida que va de los poetas arábigoandaluces hasta la Generación del 27 (pasando, curiosamente, por las versiones del madrileño Emilio García Gómez), pero tal continuidad no puede predicarse por cierto de la narrativa, salvo ya entrado el siglo XX en alguna proporción. (Ni las Leyendas de Bécquer ni las Tres narraciones de Cernuda entran por su índole en el cómputo).El gran reto pendiente de la primera etapa de Muñoz Molina se planteó, y zanjó con total éxito, en El jinete polaco: se trataba de hablar, no de otra época o de otra ciudad o de otro país o de otras vidas —o de Las otras vidas— sino del marco y la arboladura interna de su propia vida, algo ya esbozado en Beatus Ille, pero que en El jinete polaco adquiría la dimensión de un vastísimo friso, en el que la a un tiempo contenida e intensa pasión y vehemencia expresiva del autor imponía, en forma a la vez magnetizadora y lapidaria, una transfiguración admirable de todo lo que Américo Castro hubiera podido llamar su “vividura”. Dieciocho años más tarde, La noche de los tiempos se propone un empeño no menos vasto y arriesgado: narrar vidas ajenas y hechos pasados, pero de enorme gravitación sobre el presente del autor y de sus lectores inmediatos. La ambición literaria más alta, que con tanta frecuencia ha asistido al narrador, se fija aquí su meta probablemente de más valeroso y difícil cumplimiento; la plenitud expresiva alcanzada es a la vez gratificación moral del autor, del lector y del propio texto.
El jinete polaco y La noche de los tiempos —distintos en eso de todos los demás libros del autor— tienen en común el hecho de ser, aunque en forma muy diversa, novelas a un tiempo sobre el amor pasional y sobre la incidencia de la Guerra Civil en la sociedad española; aunque se trate de dos amores de configuración muy disímil y entre personajes de naturaleza muy dispar de un libro a otro, y aun cuando en El jinete polaco la guerra aparezca como un telón de fondo visto en perspectiva y en La noche de los tiempos irrumpa como una brusca catástrofe que devasta el presente con la fuerza arrasadora de una conmoción sísmica, persiste, con todo, la indudable simetría entre estos dos grandes retablos unitarios (el tercero, Sefarad, es mas bien un admirable mosaico de estructura rapsódica).
El autor, aquel joven introvertido a quien conocí en Granada una primavera de hace veinticuatro años, ha echado aquí el resto, lo ha dado todo, se ha entregado por completo a las exigencias y requerimientos de su escritura, llevada hasta las consecuencias últimas que pedía su pleno desenvolvimiento y desarrollo; no se rehúye, en efecto —con plena fidelidad a una tendencia que aparecía ya en Beatus Ille y El invierno en Lisboa— ninguna de las posibles resonancias latentes del registro estilístico empleado, que se caracteriza por ser constantemente bifurcado y omnívoro. Se quiere decir todo simultánea y también sucesivamente, no omitir ningún rasgo o implicación, no pasar por alto ninguna de las posibles vivencias o asociaciones de ideas o ecos de sensaciones; como su personaje afronta el amor, decidido a darse a él por completo, afronta el autor la escritura. No se trata tan solo de una apuesta estilística, sino también de un decisivo desafío moral: desde Beatus Ille, sabíamos que Antonio Muñoz Molina, nacido ya en la segunda generación de posguerra, que no vivió las consecuencias más inmediatas del conflicto, tenía en su horizonte el reto pendiente de restituirse a sí mismo y restituir a los demás —“Recuerda tú y recuérdaselo a otros”, como dice Cernuda en su conmovedor poema sobre un brigadista— la significación y el alcance de esta contienda a la vez profundamente irracional y profundamente significativa. Así, la estructura ramificada y polimorfa del estilo está plenamente justificada por la naturaleza del empeño: se trata de decir todo lo que fue la guerra para todos; Pouvoir tout dire, como en el título del libro de Paul Éluard en el que es perceptible la huella de otro cruel conflicto, la aún reciente en 1950 Segunda Guerra Mundial. Pero, lejos de la dicción estilizada y cristalina de Éluard, que narra el drama mediante elipsis lírica, y más cerca sin duda de la narrativa de Aragon, que también se ha acercado a las secuelas de la guerra civil española, la prosa de Muñoz Molina es lujuriante, y su alianza de precisión y sensorialidad resulta irresistible, casi avasalladora. El torbellino de la historia envuelve, arrastra y acarrea —como, al propio tiempo, lo hace el torbellino de la pasión amatoria— a los personajes, exactamente del mismo modo que el torbellino de la prosa se lleva en volandas al lector; no la peripecia, sino la hechura estilística, convierte la lectura en un acto de difícil interrupción: como, para citar de nuevo a Éluard, “Poesía ininterrumpida”.
[Publicado en el número 115. Noviembre 2009]