Rainer Maria Rilke
autor ya plenamente de la modernidad? Es a través de estos razonamientos que he llegado al nombre del poeta checo, que escribió en alemán y en francés, Rainer Maria Rilke.
Decidirme por él también ha supuesto una elección compleja, pues el siglo XX nos ofrece escritores que consideramos ya como verdaderos clásicos, y no solo porque sus obras han resistido hasta el presente el paso del tiempo, sino porque sabemos que fueron obras que convulsionaron el panorama de la poesía y de la narrativa de comienzos de siglo. En este sentido, estoy pensando en las obras de autores como Ezra Pound o James Joyce. Pero volvamos a Rilke, que acaso hemos elegido porque precisamente se trata del autor de una obra de una gran serenidad, porque se mantuvo alejado de los saltos en el vacío de lo meramente novedoso, porque en sus versos se decantan, de manera ideal, los antiguos ideales de lo bello y de lo verdadero.
Siempre he creído que el poema ideal era aquel en el cual el poeta siente y piensa en igual medida. Es precisamente por ello por lo que la poesía es, ante todo y sobre todo, una vía de conocimiento. Ejemplo ideal de esta fusión entre emociones contenidas y razones sublimes es la poesía de Rilke. Este poeta nos prueba a la vez algo que consideramos imprescindible y que, en este autor, fue también ejemplar: la fusión extraordinaria, paradigmática, entre poesía y vida, entre obra y existencia. Porque hay autores que alzan un alto muro entre su vida y su obra, pero este no es el caso: en Rilke, una es consecuencia fértil de la otra. A la vez, la vida de este poeta estuvo condicionada por factores que él eligió tan entregada como radicalmente: el afán de soledad, el amor y la amistad, los viajes (no solo esos viajes externos que atañen a la mirada, sino el viaje interior, el que le sirve para mejor conocerse y para mejor conocer el mundo). Hubo entre estos viajes dos que marcaron de manera extraordinaria su vida y su obra: los que hizo a Rusia y a España.
Dos símbolos profundos se trajo de ambos países: del primero, la imagen de un caballo desbocado corriendo bajo el tormentoso cielo de la taiga; del otro, la imagen de una gran estrella fugaz que ve caer desde uno de los puentes toledanos. Pero muchas más cosas. A Rusia va con una de las primeras mujeres que amó y por las que se dejó proteger, Lou Andreas- Salomé; también la amistad con el pintor Leonid Pasternak y con el hijo de este, Borís, así como la visita a Yásnaia Poliana, la casa de campo de Tolstói. De España, el recuerdo de dos ciudades colgadas como de un abismo, Toledo y Ronda, y los ángeles de El Greco, que ya antes había contemplado en el Museo del Prado.
En cualquier caso, de esos amores y amistades, de su afán de soledad, de esos viajes, lo que extrajo sobre todo fue el sedimento para sus poemas, esos que parecen quebrarse de ternura y de humildad en El libro de horas, El libro de las imágenes y Nuevos poemas, pero que se desbordan y cargan de irracionalismo en las Elegías de Duino y en los Sonetos a Orfeo. Una especie de religión sin Dios (aunque siempre clame por este) late en esta obra que, sin más, nos muestra al ser humano que reflexiona con el más alto y cristalino grado de conciencia y de consciencia. En sus últimos días en el torreón de Muzot la soledad tan ansiada le fue devorando. Y la revelación última del dolor, ese dolor que asume con la lucidez con que solo podía hacerlo un gran poeta (“pero ahora te alimento y en ti ardo”). Antes nos había dejado también en sus deliciosas Cartas a un joven poeta una definición ideal del amor: ese sentimiento con el que “dos soledades” se deben respetar y reverenciar.