Catástrofes o desigualdad
El gran nivelador. Violencia e historia de la desigualdad
Walter Scheidel
Trad. Efrén del Valle
Editorial Crítica
618 páginas | 28,90 euros
En la lista de preocupaciones económicas la desigualdad ocupa un lugar muy destacado. No pasa un día sin que oigamos hablar de ella porque la recuperación se está distribuyendo de una manera muy dispar. Los que más tienen cada vez acumulan más. El criticado 1% de los ultrarricos se distancia año tras año de los de en medio y los de abajo. Incluso durante la presidencia de Barack Obama, con sus programas de redistribución, esa finísima capa de la población acaparó un 15,4% de los ingresos —después de impuestos— de Estados Unidos, solo un 1,2% menos que en los años republicanos. No es que la cifra sea despreciable, aunque sí revela el éxito restringido de esas políticas redistributivas.
Para el historiador austriaco Walter Scheidel, el último gran momento tendente a la igualación económica fue el posterior a la Segunda Guerra Mundial. Son momentos, incide Scheidel en su libro El gran nivelador, que no abundan en la historia. Los resume en unos pocos. La caída del Imperio Romano en la segunda mitad del siglo V, reforzada por la peste bubónica, que arrasó todos los esquemas productivos hasta dejar desnuda a la aristocracia. Hacia 1300, el 5% de los más ricos poseía la mitad de la riqueza del rico Piamonte italiano. Pero llegó una nueva epidemia de peste que acabó con un cuarto de la población europea, lo que situó el patrimonio de esos privilegiados por debajo del 35% del total. Las dos guerras mundiales —con tasas sobre la renta que en Estados Unidos, en 1944, llegaron al 94%— le sirven a Scheidel para redondear su argumento: solo las explosiones masivas de violencia y las epidemias han tenido un poder igualatorio digno de mención. El gran nivelador es en realidad la dama de la guadaña cuando actúa sin miramientos.
En la introducción cita al economista francés Thomas Piketty y a su obra El capital en el siglo XXI como uno de los motivos que le impulsaron a escribir este libro. Scheidel lo dice con admiración, no como si fuera una crítica a esa obra que tanto revuelo ha causado. Pero Piketty tira hacia la izquierda y la idea de las guerras o de sus efectos como oportunidades, que es no exactamente la de Scheidel aunque alguien podría sacar esta conclusión, repele el planteamiento.
Cicerón escribió que “el nervio de la guerra es el dinero infinito”. Y hace unos pocos años Naomi Klein explicó en La doctrina del shock cómo unas empresas cercanas al gobierno estadounidense utilizaban las catástrofes naturales como el Katrina para enriquecerse. Cuando todo queda arrasado, surgen las necesidades de reconstrucción y las oportunidades económicas. ¿Para quienes? Si son menores para unos pocos bien posicionados y si son mayores, como las que saca a colación Scheidel, para más personas, de las que han quedado vivas, claro está. La izquierda parte de la idea de que el cambio es consecuencia de la voluntad política, de un progreso que no nace del desastre sino de una acción más edificante, aunque en su versión revolucionaria sí lo liga a la violencia.
El historiador no niega el progreso y de hecho parece asumirlo al sostener que las instituciones, sobre todo las democráticas, son ahora tan fuertes que solo una guerra nuclear —improbable— podría tener los efectos de las guerras y epidemias de antaño. Es una buena noticia. Ahora viene la mala: ya que no habrá grandes niveladores deberemos afrontar que la desigualdad está aquí para quedarse.
Es un libro revelador, si bien parcial. La toma en consideración de una línea que ya se observa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y que ni mucho menos es recta pero que sí ha ejercido una presión para legitimar las reivindicaciones igualitarias, podría haber completado el cuadro. Por supuesto, no es que a un historiador de la talla de Scheidel se le haya pasado por alto esta cuestión, pero la tesis que desarrolla en todo el libro no le lleva a subrayarlo.