El dinero y sus velocidades
El fin de la alquimia. Dinero, banca y el futuro de la economía global
Mervyn King
Trad. Gustavo Teruel Deusto
456 páginas | 22,95 euros
Ocho años después del gran estallido ya se han publicado un buen número de libros sobre la crisis, sobre sus consecuencias presentes e incluso sobre las futuras, a pesar de la insistencia de Keynes de que el futuro es incierto por definición y de que ni siquiera los economistas pueden arrogarse el papel de adivinos. El fin de la alquimia. Dinero, banca y el futuro de la economía global tiene no obstante una relevancia especial porque está firmado nada menos que por Mervyn King, la persona que estuvo al frente del Banco de Inglaterra entre 2003 y 2013, la década en que se hinchó la burbuja, explotó y llenó de desperdicios las cuentas públicas y privadas.
Ya nadie duda de que esta crisis no es como las de antes. Nada tiene que ver con un exceso de producción en el momento alcista y con un parón que sobreviene cuando los empresarios comprueban que no era para tanto y detienen la marcha, generando paro y una espiral viciosa de debilidad en el consumo y en la inversión, menor recaudación pública y depresión hasta que se empieza a salir del agujero con la reactivación productiva.
En un capitalismo posindustrial y financiero, lo fundamental es el dinero y sus movimientos. La alquimia a la que se refiere el título tiene efecto cuando pensamos que el dinero tiene como sostén una posible transformación alquímica y material —por ejemplo, en oro— y suponemos que los bancos pueden pagar al momento todo lo que hemos depositado si lo pedimos en la ventanilla. En realidad, ahora es una serie de números que se mueven por las pantallas globales en la que las entidades invierten y se endeudan para invertir más, para crear nueva riqueza o para precipitarse por las pérdidas.
En los peores momentos de debilidad y desconfianza, a los depositantes les puede entrar el pánico y pedir lo suyo todos a la vez. Para evitar esa epidemia cabe hacer lo siguiente: que los bancos centrales presten en última instancia para asegurar la liquidez, que se instauren seguros para los depósitos, que se regule el tipo de inversiones que pueden hacer los bancos comerciales para no exagerar el riesgo y que se establezca el porcentaje de dinero que deben tener siempre listo en relación a sus inversiones. Como respuesta a la crisis, solo la primera ha sido y sigue siendo de alguna utilidad porque las otras, cuando llegaron, lo hicieron tarde.
En su relato de la crisis, King se parece mucho a los que le han precedido con solvencia —por ejemplo, Martin Wolf, La gran crisis: cambios y consecuencias, (Deusto)— si bien subraya más que otros el desequilibrio que se produjo entre países ahorradores, como China y Alemania, y los gastadores, como Estados Unidos, Reino Unido y también España. Debido a la abundancia de dinero fresco, el precio del mismo bajó. Los gastadores vieron en la deuda barata el gran motor de su crecimiento por la subida del consumo, por ejemplo de casas. Por su parte, los inversores financieros, ante la poca rentabilidad de las inversiones tradicionales, idearon fórmulas para sacar mayores beneficios, como los productos basados en hipotecas basura, diseminados por todo el sistema bancario.
King alerta de que vivimos en una época de “incertidumbre radical”, expresión de resonancias keynesianas, y realiza un análisis de las diferencias entre norte y sur dentro de una misma moneda. También propone unas recetas para el futuro: establecer un contrato entre bancos centrales y bancos en general por el que los primeros prestarían dinero cuando hiciera falta siempre que los otros aportasen garantías para cubrir ese préstamo. Algunos ya le han contestado que si el porvenir es tan incierto, su fórmula tiene que ser relativa, pues los acontecimientos inesperados pueden echar por tierra el mecanismo. Pero hacer estas valoraciones ya excede nuestro papel de lectores atentos.