El hombre que nos atraía a la cueva
Qué vemos cuando leemos
Peter Mendelsund
Trad. Santiago del Rey
Seix Barral
448 páginas | 20 euros
Tras leer Viendo, el primer ensayo escrito por el diseñador norteamericano Peter Mendelsund, pensaba sobre el interés de un ensayo sobre cómo los libros —y las películas y discos— acaban cohabitando y estableciendo relaciones entre sí en nuestras bibliotecas, mesas y pilas aleatorias. Durante las navidades pasadas han estado acostándose cada noche —unas veces uno encima, las más, otro debajo— en la mesita el libro de Mendelsund y En movimiento, las memorias del reciente y tristemente fallecido neurólogo Oliver Sacks. Hace poco añadí a la pareja una dupla galáctica: los Pihkal y Tihkal de Alexander y Ann Shulgin, recién traducidos a nuestro idioma. Hay ideas de Sacks que se leen por primera vez en Shulgin, el más grande inventor de llaves y cerraduras químicas para los confines de la mente humana, y Mendelsund se apoya una y otra vez en el autor de Un antropólogo en Marte en este ensayo fascinante sobre lo que verdaderamente ve nuestro cerebro cuando leemos Anna Karenina. O Ulises.
Mendelsund es un tipo curioso. Pianista clásico y filósofo de formación se convirtió de manera autodidacta en uno de los más reputados autores de cubiertas de libros del mundo, logrando algunos hits propios del diseño conceptual más sincrético, elegante y minimalista, heredero de los mejores autores de portadas de discos de jazz entre los cincuenta y setenta (Bob Ciano, Jagel & Slutzky…). Es también curioso que en inglés la palabra que se refiere a la cubierta de un libro y a la versión musical de un tema famoso de otro autor tenga la misma palabra: cover. Y precisamente ése fue su primer libro, Covers, que antologa y comenta algunas de las más de 600 portadas que ha hecho en su vida profesional. Mendelsund dice: “Nadie necesita un dibujo en la cubierta de su libro”. Pues tal vez sea por esa ambivalencia emocional por la que ha usado toda su experiencia como lector —que no es poca y exquisita—, su formación como pensador —estimable—, su excelencia como artista visual —incuestionable— y su sentido musical para enjaretar un ensayo a medias visual, a medias escrito, que nos haga caer en la cuenta de cosas que, por obvias que parezcan, no solemos reflexionar: el cerebro es profundamente inespecífico. Y en ello reside la grandeza de la literatura. Es mejor cuanto más sugerente. La mayoría de las imágenes que tenemos de los personajes más famosos, de los más bellos parajes descritos por plumas o tablets, de las más cruentas batallas jamás narradas, están completadas por nuestros cerebros. Y aún estas no son claras. Si cierra los ojos, ¿puede recordar el rostro de Aurelio Buendía? ¿Cómo de alto era D’Artagnan con respecto a Aramis? No, ¿verdad? Pues de éstas y de otras cosas —¿importan más las descripciones de lo estático o los movimientos en la idea que nos hacemos de una historia?, ¿por qué casi siempre nos gustará más el libro que la película?— habla y dibuja en su libro Mendelsund quien, como los niños que somos siempre cuando leemos, nos vuelve a regalar ilustraciones y diagramas para que sigamos leyendo e imaginando. Sí: el mito de la caverna de Platón 3.0 y con ilustraciones. Hay que releer a los clásicos.
Tras haberlo devorado, he decidido que va a seguir retozando en mi mesita con Sacks y los Shulgin. Ahora, me pregunto una cosa: ¿qué habrán visto en la portada original de este libro realizada por el mismo autor —el ojo de una cerradura entre las letras del título— para cambiársela por un trasunto de su libro Covers —un libro dentro de un libro— pero en blanco? ¿No era el lenguaje de las imágenes universal? Está claro que los españoles pensamos diferente. A veces, cuando leemos, vemos un tanto borroso.