El retorno de la Diosa
La Diosa Blanca
Robert Graves
Trad. William Graves
Alianza
784 páginas | 35 euros
Durante siglos o milenios, antes de que se impusiera el patriarcado, la vieja Europa y el Oriente Medio rindieron culto a la Triple Diosa, doncella, madre y anciana, que era invocada de muchas maneras y con distintos nombres, asociada a la Luna —frente a las posteriores divinidades solares— y celebrada en una poesía que usaba del lenguaje del mito. Este lenguaje mágico, perdido o manipulado por los invasores procedentes de Asia que subvirtieron el antiguo orden matriarcal, es el de la verdadera poesía, que se transmitió soterradamente cuando venció la “nueva religión de la lógica” y puede ser reconstruido a partir de los cultos mistéricos de los griegos, las tradiciones célticas o los rituales de la brujería. Tal es, en pocas palabras, la controvertida tesis principal de La Diosa Blanca de Robert Graves, su ensayo más ambicioso y polémico y también el más leído, varias veces reelaborado desde la primera edición de 1948 y presentado ahora en una nueva traducción castellana de su hijo y albacea William Graves, que ha seguido el texto fijado por Grevel Lindop (1997) en la cuarta edición inglesa.
“Es una locura de libro y realmente no era mi intención escribirlo”, le confió Graves a una amiga, consciente de que su abigarrada inquisición sobre la Diosa —en todo caso fundamental para entender cabalmente su propia poesía, que le importaba mucho más que las narraciones históricas que le dieron fama— no era fácil de seguir ni de suscribir hasta las últimas consecuencias. El propio Graves, en una “Posdata de 1960”, cuenta cómo tuvo la intuición —”una revelación no solicitada”, pero a su juicio verificable— sobre la que descansa su sorprendente Gramática histórica del mito poético mientras trabajaba en la novela sobre Jasón y los argonautas, El vellocino de oro, pero desde entonces, mediados de los años cuarenta, no dejó de darle vueltas a la teoría —que no era para él una mera teoría, sino algo que le concernía directamente, como poeta o bardo inspirado por la Musa— ni de recabar nuevos datos que corroboraran sus argumentos.
En su excelente introducción a la nueva edición, Lindop define La Diosa Blanca como un “fascinante laberinto” que combina el ensayo histórico, la mitografía, el estudio de las religiones comparadas, la reflexión poética y una crítica de fondo al rumbo errado de la sociedades occidentales, para cuyos males contemporáneos se aducen causas muy remotas. Es visible la huella de sir James Frazer y La rama dorada, otro libro complejo que pese a su dificultad alcanzó un éxito sin precedentes, pero el editor localiza el principal influjo fuera del ámbito de la antropología, en el esteticismo de los poetas finiseculares y la idea del “eterno femenino”. A las acusaciones de arbitrariedad o inconsistencia, Graves respondía defendiendo el rigor de sus deducciones, pero lo cierto es que la vasta e indudable erudición del ensayista está sometida a un propósito que es, sobre todo, poético, y desde ese punto de vista —el de un “alegato a favor del retorno a lo imaginativo, la creación de mitos o las formas poéticas del pensamiento”, como señalaba uno de sus primeros críticos— es como debe ser leído.
En el paso del mito al logos, espectacular en la Grecia clásica, cifran los estudiosos uno de los procesos fundamentales que transformaron las sociedades primitivas. Graves propuso un camino inverso que restaurara “el antiguo poder del terror y la lujuria”, rozando el galimatías pero no sin aportar, entre intrincadas especulaciones, una fecunda y originalísima interpretación del oficio de poeta a la que no deben acercarse “quienes —son sus palabras— posean una mente distraída, cansada o rígidamente científica”. Ya en la vejez, convertido en una suerte de santón para los pintorescos apóstoles de la Nueva Era, Graves buscó el rastro de la Musa en sucesivas jovencitas que le inspiraran el amor sin el cual no podía escribir versos, pero esa es otra historia.