El siglo de las sombras
El ocaso de Europa
Alejo Carpentier
Ed. Eduardo Becerra
Fórcola
144 páginas | 16, 50 euros
El 14 de junio de 1940, las hordas alemanas entran en París enarbolando la esvástica y convirtiendo a la Ciudad de la Luz en la ciudad de las sombras. La tragedia se ha consumado: la bota nazi pisa el cuello de Europa y amenaza con ahogarla. El dolor, la decepción y el desamparo no solo se extienden por el continente. Al otro lado del océano, Alejo Carpentier, más empeñado entonces en el periodismo que en la literatura, se estremece y vuelca en el papel el desgarro y la desilusión que le producen ver cómo los paisajes donde se encendieron las luces de la razón y el progreso se oscurecen. Carpentier, que había trabajado de corresponsal en Francia desde 1928 hasta 1939, amartilló la pluma meses después de que un grosero armisticio partiera al país en dos con una zona ocupada por los alemanes y la mal llamada “Francia libre” del gobierno de Vichy. Fueron seis crónicas de título harto elocuente: El ocaso de Europa.
Carpentier tenía, en ese momento, una opinión muy clara de los motivos que permitieron la llegada del monstruo hitleriano: la derrota de Francia en particular y de la Europa iluminada en general no se produjo en el campo de batalla sino en la trinchera de las ideas. Abandonada la inteligencia, traicionadas las esencias espirituales, el Viejo Continente se había quedado sin defensas. A la deriva. Moribundo. Esperando la puntilla de los panzers llegados del norte. Carpentier opone la ruina francesa a una Inglaterra que “ha tenido el buen cuidado de salvaguardar sus valores espirituales con tanto empeño como el que pone en erizar sus costas de alambradas y nidos de ametralladoras”. El diagnóstico es demoledor: la Francia de Vichy “ha instaurado un régimen de anti-inteligencia”. Curiosamente, frente a una cultura europea anquilosada en la defensa de las tradiciones y enemiga de todo que lo suene a nuevo, Carpentier elogia hasta la desmesura la aportación americana. Y, en concreto, del papel de Estados Unidos, algo que años después sería impensable: “Ahí”, afirma con cierta candidez, “el público no se cree superior al creador. Va a las exposiciones, a los conciertos, a las conferencias, para enterarse, para tratar de comprender”. Con una convicción a todas luces excesiva, el autor generaliza: “En América nadie tiene miedo a la cultura viviente”. Continente americano: fe ilimitada en sí mismo. Continente europeo: ausencia total de fe en el hombre. ¿Y Alemania? Quiere regresar a la barbarie, al tiempo que Francia reniega de la toma de la Bastilla e Italia se ilusiona “con ver renacer un imperio muerto hace diez y ocho siglos”.
Interesantes por ofrecer una mirada carpentieriana poco conocida, ignorancia fomentada por los deseos del propio autor de mantenerlas fuera del circuito editorial, estas crónicas escritas con estilo directo y recio muestran desde la lejanía un panorama un tanto sesgado de la cultura europea al dejar de lado los incuestionables logros de la misma entre la Primera y la Segunda Guerra, y dejan claro que aún sangra la herida de un autor que vivió en carne propia el desdén de una provinciana París hacia los extranjeros. De ese resentimiento surge la virulencia de un análisis que encuentra sus mayores dosis de lucidez en el reproche a unos políticos que, en lugar de combatir con dureza los cada vez más agresivos movimientos de Alemania, que presagiaban las dos guerras mundiales, optaban por actuaciones timoratas y comprensivas hasta la temeridad. También acierta en presagiar para Hispanoamérica unos tiempos de fulgor cultural llamados a hacer historia y pronostica la inevitable derrota hitleriana, pues su victoria en las trincheras encierra el germen de su inevitable desastre: recordemos lo que le pasó al iluminado Napoleón.