El triunfo de fracasar
Variaciones sobre el naufragio
Miguel Ángel Ortiz Albero
Fórcola
148 páginas | 14,50 euros
Miguel Ángel Ortiz Albero es uno de los escritores más singulares del presente. Artista plástico, actor de teatro, poeta y autor de dos novelas, la segunda de ellas, Un día me esperaba a mí mismo, una bellísima recreación de la aventura estética y existencial de Apollinaire, en los últimos años parece haberse decantado por una labor ensayística que no pierde de vista el impulso poético que alimenta sus trabajos, labor de la que son resultado hasta la fecha La danza de la muerte, un itinerario por las diversas representaciones del “último baile”, y el libro que nos ocupa, Variaciones sobre el naufragio, un viaje por la renuncia, el abandono, la aniquilación, la imposibilidad y el fracaso como destino de buena parte de las representaciones literarias y artísticas.
Musil empleó como lema de Las tribulaciones del estudiante Törless un pensamiento de Maeterlinck: “Apenas expresamos algo lo empobrecemos singularmente”. La célebre imagen del creador como buzo en busca de un tesoro del que solo alcanza a rescatar su reflejo es una entre tantas a la hora de diagnosticar una evidencia. Que en su proceso, en el camino hacia su forma coagulada, la mayoría de obras surgidas del intelecto pierden parte de su músculo, de su sustancia, de su pretensión de verdad. No en vano, Kristeva ha podido definir la creación como el intento por aproximarse hacia una meta que jamás se alcanza, como la aspiración hacia una finalidad constantemente defraudada. La visión del creador como Sísifo que acarrea, una y otra vez, la piedra del lenguaje o de la figura a una ladera por la que acabará rodando, no es insensata. La realidad se deja cercar, pero no se deja cazar. La literatura y el arte no son redes que podamos aplicar sobre el mundo sin esperar que la mayoría de la pesca se escape. A lo sumo son intentos por salvar un fragmento de ese vasto mundo de la entropía que lo define. Como si el mundo se pudiera enmarcar o decir, atrapado en un lienzo, revelado en una novela.
Lector de pintores, poetas, narradores y filósofos, abrevando en una tradición que arranca de la Modernidad cifrada por Baudelaire para llegar a la Posmodernidad radiografiada por Baudrillard, Ortiz Albero somete a su escrutinio los avatares de artistas tan dispares como Cézanne, Giacometti y Boltanski, de poetas tan irreconciliables como Pessoa, Valéry y Valente, de escritores tan irrenunciables como Kafka, Beckett y Canetti. En todos ellos, de un modo u otro, ha alentado la reflexión acerca de la obra truncada, la constancia del arduo expediente en que consiste la creación, la evidencia de que pintar, filosofar, escribir, son actividades que arrancan de un misterio primordial para arribar, si es que lo hacen, a un puerto extranjero. Una cita de Karl Kraus (“La tarea del artista es obtener un enigma a partir de una solución”) y un consejo de Octaviano Augusto al Virgilio de Broch (“Tan solo lo que no hemos hecho nos pertenece”) arrojan cierta luz inmisericorde sobre la condición esquiva, invertebrada y, en definitiva, aporética de toda creación.
Y sin embargo, acaso no haya que lamentarse por ello. Ortiz Albero insinúa en este libro, casi un cuaderno de bitácora para revisitar algunos de los mayores hitos que los últimos doscientos años de creación han procurado, cómo en esas estrategias del fracaso la obra, por fallida que pueda parecer, encuentra a menudo su triunfo, su logro, la carga de adecuación simbólica que le garantiza un futuro en la posteridad de la emoción y de la inteligencia.