Élite y escritura
La República de las Letras
Marc Fumaroli
Acantilado
Trad. José Ramón Monreal
408 páginas | 33 euros
Los textos que conforman La República de las Letras proceden de estudios, conferencias y debates que han animado la pasión intelectual de Marc Fumaroli, uno de los grandes nombres de la cultura literaria europea, en la línea de autores como Calasso o Magris, para quienes edición, autoría y transmisión del saber contenido en los libros son distintas facetas de un único diamante: aquella pretensión de Herder en virtud de la cual las lenguas, y su plasmación escrita, la literatura, son el depósito privilegiado para considerar una historia de las mentalidades.
“República de las Letras” es uno de esos sintagmas de uso frecuente, pero cuyo nacimiento, desarrollo y evolución responden a una realidad muy concreta, que es la que Fumaroli expone y explora. Esa realidad, decisiva para la consideración del nacimiento de una autoconciencia que explotará con la filosofía moderna, es la aparición de la imprenta de tipos móviles, en torno a 1450, si bien el empleo original del término, Respublica litterarum, es treinta años anterior y se debe a un discípulo de Petrarca, Francesco Barbaro, quien escribe a Poggio Bracciolini para felicitarle por el hallazgo de unos manuscritos que se suponían perdidos, entre ellos la Institutio oratoria de Quintiliano. Lo que Barbaro celebra en su carta es la gratitud que en el futuro generaciones de lectores tendrán hacia Bracciolini por haber exhumado esas obras que se creían desaparecidas, una gratitud que esclarece el trasfondo que la susodicha República de las Letras posee: el de una cofradía de humanistas que, laborando por un bien común que deroga toda frontera temporal, adopta unos lazos de solidaridad destinados a preservar ese fondo intangible pero decisivo para la posibilidad de una humanidad plena, la necessitudo litterarum o vínculo de las letras.
Esta creencia en un grupo de sabios que mima un conocimiento a menudo invisible para el vulgo, previene uno de los males que, acaso paradójicamente, la difusión de la imprenta trae consigo: la multiplicación tantas veces ineficaz de los escritos. De modo que lo que anima esta pretensión, en su origen retórica por sus procedimientos, se muestra a la luz del devenir de la Historia como una empresa filosófica, por la devoción a una verdad sensible oculta en ciertos frutos de la cultura escrita, pero no en todos. La acusación de elitismo que se pueda hacer a esta intención recorre buena parte de las discusiones de la República, desde la querella entre Antiguos y Modernos a la cuestión de las lenguas nacionales, y arroja una luz decisivamente contemporánea sobre el problema de la difusión de la palabra escrita. Queda a consideración del lector actual evaluar cuánto de impostura y cuánto de heroísmo ha tenido esta andadura a lo largo de los siglos, aunque Fumaroli es rotundo a la hora de enunciar una verdad: frente a la confusión mental que ha conllevado la vulgarización de la lectura mediante sus desarrollos técnicos (llámense imprenta ayer o redes sociales hoy), un Senado de hombres cultos, no siempre democráticos en sus afanes, lucha desde hace seiscientos años por la difusión de un saber de la excelencia. Las peripecias de esta aventura fascinante son las que Fumaroli retrata con una erudición que jamás fatiga en este libro ejemplar y, sin duda, no apto para todos los públicos.