Elogio del buen andar
El arte de pasear
Karl Gottlob Schelle
Trad. Isabel Hernández
Díaz & Pons
190 páginas | 17 euros
Ahora que el hábito de correr ha llenado los parques de sudorosos adictos a la adrenalina y las calles, más atestadas que nunca, rebosan de invasivos veladores, dejando aparte el tráfico de vehículos y otros enojosos obstáculos a la libre circulación de los caminantes no apresurados o sin rumbo cierto, quizá sea tiempo de reconsiderar el paseo como una experiencia estética, reparadora y deseable por sí misma, cuya prescripción no conviene dejar en manos de los médicos. Aunque no demasiado frecuentada entre nosotros, existe toda una tradición literaria que ha abordado el tema desde Aristóteles o Séneca hasta Montaigne, pero son las Ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau las que inauguran un casi género que sería cultivado por autores como Hazlitt, Thoreau, Stevenson, Baudelaire, Walser, Benjamin o Sebald. A esa línea pertenece El arte de pasear (1802) de Karl Gottlob Schelle, un casi olvidado pensador de la Ilustración alemana, amigo y editor de Kant, que promovió la “filosofía popular” en el ámbito germánico y acabó sus días —como Walser— en un manicomio, después de haber escrito un ensayo Sobre la alegría que según parece no le libró del infortunio.
Inédita hasta ahora en castellano, la obra, una pequeña joya de amenísima lectura, se presenta en la edición española (Díaz & Pons) arropada por un prólogo y un epílogo —ambos excelentemente documentados— donde Federico L. Silvestre, verdadero erudito en la materia, explica la aportación de Schelle y el contexto en el que debe ser entendida. Su libro, dice Silvestre, es una obra de transición. Frente a los trayectos ensimismados de los paseantes para quienes el paisaje desempeñaba un papel secundario, como decorado pasivo o simplemente incitador, Schelle aconseja abrir bien los ojos al entorno y beneficiarse conscientemente de su influjo, sin renunciar a las reflexiones pero dejando que estas fluyan en armonía con los sentidos. En este equilibrio entre pensamiento y contemplación, entre el bienestar del cuerpo y el cuidado del espíritu, radica el secreto de un buen aprovechamiento, puesto que el acto de pasear “no es un mero movimiento físico”, pero tampoco tiene por objeto la meditación y no debe por ello ser una continuación del esfuerzo intelectual al aire libre.
También se aparta Schelle de sus predecesores y contemporáneos, que a menudo buscaban la soledad o la naturaleza en estado puro, al extender su interés —que comprende lo anterior— al encuentro con otros individuos y el territorio de acción a la ciudad, anticipando la figura del flâneur y su errático merodeo entre las muchedumbres urbanas que fascinarían a los vanguardistas, aunque el principal escenario de los paseos de Schelle —más neoclásico que romántico, moderno pero no tanto— parecen haber sido los jardines de Wörlitz en Dessau, a orillas del Elba, diseñados conforme al gusto inglés en el último tercio del siglo XVIII.
Fiel a su creencia en la filosofía como escuela de vida, enfrentada a la obra de los pensadores especulativos, Schelle aborda su tema desde una orientación eminentemente práctica que toma la forma de consejos o instrucciones dirigidos, todo hay que decirlo, a un tipo de lector burgués, varón e ilustrado que en ciertos aspectos —los “jornaleros” o las “delicadas señoritas” quedan fuera de su modelo ideal de paseante— responde en exceso a los prejuicios de la época. En otros, sin embargo, la clara pedagogía de Schelle, lírica, encantadora, ingenua en el mejor de los sentidos, se muestra por completo vigente, así cuando vincula ejercicio, arte y placer o afirma, muy juiciosamente, que “no se puede pasear con el ánimo preocupado o el alma entristecida”. Lo sabía bien quien señalaba las limitaciones de las “cabezas sombrías” o calificaba al taciturno Rousseau de “soñador malhumorado”.