Escribir como se vive
Mundo es
Andrés Trapiello
Pre-Textos
448 páginas | 29 euros
Con razón se dice que el proyecto emprendido por Andrés Trapiello en el Salón de pasos perdidos —veintiuna entregas con esta, casi tres décadas desde la publicación de El gato encerrado— no tiene precedentes en la historia de la literatura española, pero ni lo singular de la iniciativa de dar a conocer con regularidad sus esperados diarios, para los que el autor prefiere la denominación de “novela en marcha”, ni el valor de un conjunto que alcanza ya proporciones monumentales, deben hacernos pasar por alto lo que cada volumen, aun traspasado por motivos y procedimientos recurrentes, tiene de experiencia única. Es verdad que los fieles buscamos en ellos, en cada ocasión, “el mismo libro” —como tituló Trapiello, por expresar su distancia de la novedad, uno de los poemarios reunidos en Las tradiciones—, pero por más que no cambien ni el protagonista ni sus circunstancias ni las localizaciones de un itinerario, salvo por los viajes, apegado a la rutina, el hombre que nos sigue hablando desde estas páginas, tantos libros después, es al mismo tiempo un viejo conocido del que creemos saberlo todo y un escritor que sorprende, divierte o conmueve como la primera vez, sin salirse de su camino ni contravenir sus hábitos, sus intereses o su idea de la literatura.
En Mundo es, que toma su título de un pasaje de La Celestina donde se alude a la clásica imagen de la noria, encontramos los temas de siempre: las estancias en Las Viñas, las incursiones en el Rastro o las librerías de viejo, las reflexiones sobre el oficio —no sólo la escritura sino también la edición, las artes gráficas, la compraventa— de los libros, los episodios domésticos o las anécdotas cómicas o maliciosas sobre lo que llamamos, tan impropiamente, vida literaria. Entre los momentos estelares, destacan la extensa e hilarante crónica sobre el Congreso Internacional de la Lengua en Colombia, el memorable concierto íntimo de unos amigos músicos en estado de gracia, una brutal capea de trazas solanescas o la visita a la heredera de un olvidado del Novecientos, cuya biblioteca ejemplifica el naufragio —se suele recordar en esta casa— que tarde o temprano les espera a todas. Hay excelentes páginas dedicadas a Umbral, Fernán Gómez y Carnicer en el año de sus muertes, o a Proust con ocasión de una relectura de la Recherche, pero como de costumbre es el tono, la naturalidad y la clara prosa de Trapiello —véase el hermoso final de esta entrega, donde después de referirse al deseo de “escribir como se vive”, canta a la noche cerrada y la aurora venidera— lo que introduce al lector en una atmósfera perfectamente reconocible, aquí algo ensombrecida por la pérdida de familiares cercanos y por presagios o atisbos del otoño de la edad.
Encontramos en el Salón la curiosa paradoja de una vida privada, de hecho muy volcada hacia dentro, que ha asumido el insensato imperativo de hacerse pública, aunque sea filtrada por la recreación novelesca y sobre todo por la intención moral, que es lo que en última instancia —se trata de hechos pensados, hasta cierto punto emancipados de la ya lejana vivencia (ahora diez años anterior) que los inspira— da cohesión y verdad al empeño. De otro escritor que llevara publicados tantos miles de páginas sobre sí mismo, en el sentido que decía Montaigne, pensaríamos que es un ególatra, pero Trapiello, que no elude hablar de sus dudas o sus miserias, de su vulnerabilidad o su melancolía, no transmite la impresión de buscar el primer plano, actuando más bien como perplejo o agradecido notario, a ratos ácido e incisivo, a ratos celebratorio o elegiaco, de la realidad o la naturaleza que le rodea. La identificación con el narrador —o con el crítico, el aforista o el poeta, también presentes en los diarios— no tiene por qué ser absoluta, pero cualquiera podrá reconocer en la de Trapiello, que por lo demás siente una curiosidad infinita por las historias ajenas, muchos rasgos de la propia.