Hay que deshacer la casa
Mamá
Luis Antonio de Villena
Cabaret Voltaire
256 páginas | 19,95 euros
Leyendo este peculiar libro de Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) me ha surgido el recuerdo de Hay que deshacer la casa, obra teatral de Sebastián Junyent, llevada al cine por García Sánchez, y la he recordado porque la intensa evocación de Villena transcurre mientras debe desmontar y poner en venta la casa familiar, tras el fallecimiento de su madre. Tarea dura y difícil, y lo es tanto emocional, sentimentalmente, como por cuestiones materiales, prácticas. El hijo que ha vivido sobreprotegido, en cálida burbuja, despreocupado porque mamá se ocupaba de todo, se ve ahora inútil, torpe, para temas de intendencia cotidiana pero de necesaria supervivencia y, sobre todo, indefenso ante la intemperie de la orfandad. “¿Cómo llenarte, soledad, / sino contigo misma?”. Cernuda lo escribió.
He calificado el libro de peculiar. Lo es en unas letras, las españolas, poco dadas a abiertas confesiones personales, íntimas (una novela, luego obra teatral, y otro filme vienen a mí: Cinco horas con Mario, de Delibes y El desencanto, de Chávarri, con los hermanos Panero y la viuda matriarca, Felicidad Blanc), y tampoco estas páginas entran ortodoxamente en los apartados de biografías o memorias (aquí, las de Juan Goytisolo o Jesús Pardo), aunque bien pueden complementar los dos volúmenes de Villena, El fin de los palacios de invierno y Dorados días de sol y noche. Recomiendo, no obstante, la lectura paralela de algunos poemas del autor, yo, mientras leía Mamá, lo he hecho con los de Huir del invierno.
Con avances y retrocesos temporales, nos narra Villena la vida de Ángela, su madre —nacida en familia de derechas—, que va de la penuria y el hambre, cuando con 13 años se queda sola durante la guerra, pues la familia ha sido encarcelada (tremendas las líneas en las que la niña va a recoger sangre de burros sacrificados para comerla con cebolla), a una existencia de cruceros, viajes con chófer, selectos hoteles… Y como ejes centrales: un matrimonio fracasado —traumática noche de bodas, marido mujeriego, despilfarrador—, la contradicción de sentirse perdido sin la madre y, a la vez, saber que su ausencia es la posibilidad de ser libre, el amor absorbente que daña creyendo que hace el bien y un mundo que se desvanece al cerrar las puertas de las casas vividas y ya deshabitadas. Reflexión sin tapujos sobre el amor filial, que no es edípico, no sexual, mas sí envolvente. Sobre el despojamiento que deviene, sin embargo, en alianza materna más pura, más ahondada y sincera. Diálogo con la mujer que puede y sabe ser dura y suave y generosa, soliloquio melancólico, epistolario verbal. Reproches y tiernas confidencias, actos de amor: el hijo acude al fútbol con su progenitora, gran forofa, por acompañarla, aunque a él no le gusta ese deporte (cierto que el champán bebido en el palco ayuda a soportarlo). Descubrimiento de otros amores maternos (Luis, presente 30 años, quizás sin relación carnal) y confesión a ella de la homosexualidad. Impresiona la serenidad con la que Ángela solicita su fin a Derecho a Morir Dignamente y el acompañamiento del hijo mientras la respiración se va apagando hora a hora. Hasta la madrugada. Quedan, quedarán siempre, las palabras últimas de mamá: “Ahora tienes que ser fuerte”. También éstas del escritor: “Mientras viven sus madres, por mayores que sean, creo, los hijos siempre se sienten jóvenes”. Las cenizas de Ángela fluyeron arrastradas por la corriente de un río. Manriqueñamente. Y al fin, resuena la sentencia de Freud: “El hombre alcanza la madurez el día que logra perdonar a sus padres”.