¿La publicidad es metáfora de la poesía?
Cosas que el dinero puede comprar
Del eslogan al poema
Luis Bagué Quílez (ed.)
Iberoamericana/Vervuert
431 páginas | 36 euros
Suele faltar espacio en las reseñas así que recurro a dos versos para construir un eslogan sobre el poder de la publicidad: “Aprendo a detenerme, / con la imagen”. Son de Luis Bagué Quílez, editor de este excelente volumen de estudios tan seductoramente rotulado. En sus poemas Bagué ha mirado de manera incisiva el universo publicitario dedicando composiciones al toro de Osborne y a Starbucks, además de aliñar muchos versos con marcas comerciales. En esta ocasión coordina dieciséis ensayos, la mayoría firmados por profesores universitarios, en torno a las interrelaciones entre poesía y publicidad y propaganda política. Los títulos de las secciones cantan los contenidos: “Tiempos modernos: propaganda y consignas”, “La musa publicitaria: entre el verso y el eslogan” y “Volvemos en 5 minutos: técnicas de persuasión”.
El arco temporal de la primera abarca desde los años treinta hasta la década de los sesenta y las cuatro colaboraciones se centran en: los esfuerzos de Alberti por compaginar poesía y compromiso ideológico en pie de igualdad durante la preguerra civil; la vinculación del Lorca de Poeta en Nueva York con los movimientos de la negritud Harlem Renaissance y The New Negro; la exaltación de la modernidad y sus artilugios en los tres primeros libros de Salinas y la decepción del autor en la etapa final de su creación ante parecidos reclamos; y la ascendencia de los estereotipos cívicos de la posguerra (las dos Españas, el enemigo interior, la inmensa mayoría) en la construcción de un código literario.
La segunda sección es la más extensa, siete textos que se ocupan de la almendra del asunto, es decir, de las conexiones e influencias entre poesía y publicidad desde los novísimos hasta los movimientos poéticos recientes. Se aborda la imposibilidad de alargar en el tiempo la estética compartida por algunos sesentayochistas y la consiguiente retirada a sus cuarteles de invierno; la progresiva pérdida de interés por el brillo publicitario en Gimferrer y Panero; el tratamiento irónico de las marcas en Ana Rossetti; la intertextualidad de señuelos comerciales y cultura helenística en Aurora Luque y González Iglesias; el renacimiento de la conciencia cívica ante el poder del consumismo en García Montero, Beltrán y Riechmann; el papel discursivo de las marcas y su inclusión como eje de reflexión en la poesía última; y la intersección del espacio poético con espacios urbanos empapelados de anuncios.
El surtido de temas del tercer bloque tiene el leitmotiv de la persuasión de fondo: la fuerza de la publicidad en su vertiente estructural en los poemas; los mecanismos lingüísticos (eslogan, estribillo, epifonema) compartidos por el lenguaje lírico y el publicitario; la apuesta simbólica de la poesía frente a las imágenes televisivas; la traslación del bodegón pictórico al poema; y las letras de los cantautores —atención especial a Jesús Munárriz— entendidas como alternativa poética y arma de denuncia cívica.
Flota entre las páginas la duda de si existe diferencia entre un verso y un eslogan bien escritos. En 1913 Apollinaire apuntaba que en la publicidad estaba la poesía y hace veinte años Naomi Klein aventuró que las marcas se apoderarían del siglo XXI. Hoy, Luis Bagué y Susana Rodríguez parecen otorgar carta de naturaleza al vaticinio de la activista canadiense cuando advierten que “el dilema ya no reside en ser o no ser, sino en marcarse o desmarcarse”. Como lector y consumidor espero que nunca lleguemos a plantearnos si la publicidad es metáfora de la poesía. Me gusta que se realimenten, pero cada una en libertad, sin invasiones.