Leer para vivir
Clásicos vividos
José María Micó
Acantilado
96 páginas | 16 euros
Lo expresó con genio aquel hombre que habitaba en un castillo, a quien atormentaban sus cálculos renales y cuya idea de la felicidad pasaba por morir a lomos de su caballo, un hombre cuya obra encierra una de las pocas lecturas ineludibles que deberíamos satisfacer antes de que se apaguen las luces, y no tanto por un vano prurito de sabiduría cuanto por un soberano escrúpulo de inteligencia: “Hay más quehacer en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema: no hacemos sino glosarnos unos a otros”. Sospecho que José María Micó habrá hecho suya en más de una ocasión esta advertencia de Michel de Montaigne, tal y como Clásicos vividos parece confirmar. También intuyo que, entre las definiciones de “clásico” que Calvino propuso, es probable que sea la última aquella que mejor se amolde al sentir de este compendio de libros y vidas que Micó ha querido compartir al cumplirse medio siglo de su aventura existencial y más de treinta años de su vocación lectora: “Es clásico —apunta el autor de Palomar— lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde se impone la actualidad más incompatible”. Esa actualidad incompatible aludida por Calvino sería acaso el propio ecosistema literario, empeñado en una práctica a menudo liviana y grosera. Nuestra incredulidad ante los grandes relatos que proponían una comprensión totalizadora del mundo nos ha conducido a una odiosa superficialidad. Se han multiplicado las tendencias culturales huecas, se ha abundado en un terco escepticismo, se ha prohijado una práctica descafeinada de la escritura. Como el mundo se ha vuelto ininteligible, nuestra ignorancia ya no es un fardo, sino que podemos asumirla sin rubor. Y no solo asumirla, sino escribir desde ella. Contra esta debilidad endémica, que amenaza enterrar parte de nuestros mayores logros, el clásico se alza como un fielato firme, depósito del Zeitgeist pero también coraza contra el desencanto.
Los clásicos aquí recogidos, y que “merecen ser vividos”, pueden ser admirados desde tres categorías o tradiciones literarias: la muy amplia de la lengua castellana (Mateo Alemán y el Guzmán de Alfarache como “delincuente desgarrado”, Cervantes y el Quijote llegando al mar de Barcelona, un Góngora gozosamente sicalíptico, la doble magia de Rubén Darío y Juan Ramón honran estas páginas), la no menos monumental y heteróclita del italiano (Petrarca y el nacimiento del hombre moderno, la ironía en Ludovico Ariosto y la austeridad poética de Montale son los tres convidados transalpinos), y la recogida bajo el rótulo más o menos exacto, más o menos discutible, de literatura catalana, encarnada en el presente volumen por dos poetas valencianos (Jordi de Sant Jordi y Ausías March, acmé y plausible superación, respectivamente, de la figura del trovador).
Capítulo aparte merece la evocación final del filólogo Vicente Llorens, que Micó convierte en homenaje a parte de su propia familia, exiliada durante la Guerra Civil, y a esa otra comunidad universal, no sanguínea, pero decisiva, que generan las afinidades electivas. Es un hermoso apéndice que consolida la secular tradición que admira a la literatura como “república de las letras”, y que lleva a lectores de todos los tiempos y épocas a reconocerse entre sí como hermanos. Y es, también, un broche de justicia poética a un texto que nos recuerda que leer y vivir son verbos no solo complementarios, sino a menudo intercambiables.