Lo real
Conviene tener un sitio adonde ir
Emmanuel Carrère
Trad. Jaime Zulaika
Anagrama
448 páginas | 23,90 euros
Cinco novelas acogidas a lo que llamamos, “a falta de una palabra mejor”, non-fiction, han convertido a Emmanuel Carrère en uno de los autores más valiosos y reconocidos de la literatura francesa contemporánea, en la que su propuesta documental, enriquecida con ingredientes autobiográficos y un lenguaje directo e incisivo que no teme abordar las zonas más oscuras, brilla con intensidad extraña y perturbadora. Su editorial en España, Anagrama, ha publicado de una vez tres títulos de Carrère que reúnen, el primero, las tres poderosas narraciones con las que renunció a la invención en favor de los relatos reales: El adversario, Una novela rusa y De vidas ajenas, recogidas en un volumen del que quedan fuera las más recientes Limónov y El Reino; sus crónicas y artículos, el segundo, agrupados en Conviene tener un sitio adonde ir, y por último Calais, un excelente reportaje —dedicado al fuerte impacto en la ciudad del campamento de chabolas donde se hacinaban miles de inmigrantes a la espera de cruzar el Canal en dirección a Inglaterra— que se ofrece ahora en cuaderno exento, aunque su lugar natural estará junto a los anteriores en las ediciones futuras de la antología.
Los textos recopilados en Conviene tener un sitio adonde ir muestran la faceta periodística o crítica de Carrère, pero el lugar que ocupan en su obra no es secundario y ello por dos razones: porque remiten a sus novelas, cuando se trata de avances, esbozos o recapitulaciones, y porque informan del personaje homónimo que aparece en sus libros y es, más que un alter ego, el autor mismo, un bobo (de bourgeois bohème) al que conocemos bien —su interés por los individuos singulares y las historias extraordinarias, su relación heredada con Rusia, su disposición hacia la religión o la pornografía— y cuyos rasgos vuelven a comparecer en las piezas de circunstancia. Tampoco su peculiar estilo, preciso, afilado, adictivo, se aparta del que caracteriza a las novelas, pero como en estas no es sólo el estilo, sino la inteligencia y especialmente la mirada lo que convierte casi cualquiera de las páginas de Carrère —las de la fallida entrevista con Katherine Deneuve o la serie de artículos sobre el mundo femenino para una revista italiana, aunque resultonas, no se cuentan entre las mejores— en una lectura estimulante. De la trágica figura de Alan Turing, por ejemplo, el gran matemático inglés tardíamente reivindicado, escribe una estupenda “vida abreviada” que, siendo una mera reseña, lleva a lamentar que abandonara el proyecto de dedicarle un libro entero.
El conjunto informa también de sus gustos literarios, de la devoción por Philip K. Dick, al que rindió homenaje en una insólita biografía, o de su distancia respecto a Balzac, pero quizá los textos más interesantes en este registro, por lo que revelan de su propia poética, sean los que reflexionan sobre el peso de la realidad en la ficción narrativa. Para el puritano Defoe, afirma Carrère en el ensayo hasta ahora inédito dedicado a Moll Flanders, “inventarse una historia era un pecado grave”, pero el uso de historias no inventadas no se opone a la mejor literatura. Retomando el dilema que inauguró la publicación de A sangre fría, sostiene que existe una frontera que separa, no a los periodistas de los escritores, sino “a los autores que se creen por encima de lo que cuentan de los que aceptan la incómoda idea de participar en lo que cuentan”. Es una frontera peligrosa cuando esa participación, como ocurre en su libro sobre el demonio Limónov, se traduce en una empatía excesiva, pero cruzarla implica no sólo valor, sino también una forma de honestidad más allá de los prejuicios. Su retrato de San Lucas, dice hablando de El Reino, no puede parecerse a un personaje histórico del que lo ignoramos casi todo, pero tiene un modelo real que no es, al modo flaubertiano, otro que el propio retratista.