Los desastres de la guerra
La guerra que mató a Aquiles
Caroline Alexander
Trad. José Manuel Álvarez-Flórez
Acantilado
352 páginas | 27 euros
La oceánica bibliografía en torno a Homero y los poemas inaugurales de la literatura de Occidente, la Ilíada y la Odisea, está repleta de títulos valiosos e iluminadores que conservan su atractivo incluso cuando han perdido vigencia, puesto que no hay tesis relacionada con aquellos que no sea provechosa y susceptible de ser disfrutada por los amantes del mundo antiguo. Tanto o más que las desiguales recreaciones modernas —excelente la de David Malouf en Rescate (Asteroide), fallida la de Alessandro Baricco en Homero, Ilíada (Anagrama), por citar dos títulos de la última década—, seducen los ensayos que abordan o retoman aspectos muy diversos de las epopeyas —el reciente El mundo de Homero (Crítica) de John Freely, por ejemplo, se presenta como “guía de viaje” por la geografía no sólo física— a las que por supuesto hay que volver, dado que es la confrontación directa con los originales o en cualquiera de las traducciones disponibles lo que permite recorrer los milenios como en una máquina del tiempo.
En La guerra de Aquiles, la escritora y periodista —y doctora en Clásicas— Caroline Alexander pasa por alto la fascinante controversia a propósito de la autoría o los modos de composición de la Ilíada, el más antiguo de los poemas homéricos, para enfrentar la “verdadera historia” que nos cuenta, no en el sentido de lo que ocurrió realmente en la Ilión desenterrada por Schliemann —véanse los esclarecedores Troya y Homero (Destino) de Joachim Latacz o En busca de la guerra de Troya (Crítica) de Michael Wood para tener una idea actualizada del estado de la cuestión— sino de lo que el poema transmite de manera expresa o entre líneas en relación con su tema, que no es otro que la guerra. Y la paradoja, señala Alexander, estriba en que la obra épica por excelencia, a la que se han remitido todos los devotos del heroísmo que han celebrado la gloria imperecedera de los guerreros victoriosos o caídos en combate, ofrece en realidad —de ahí, también, su grandeza— una visión más bien sombría de la guerra.
Comparado con Eneas, el héroe de Virgilio, un dechado de virtudes consagrado a hacer realidad el sueño de Roma como la nueva Troya, Aquiles representa un modelo lleno de imperfecciones —es individualista, indisciplinado, levantisco— que difícilmente puede servir para encarnar el dulce et decorum horaciano —“es dulce y honorable morir por la patria”—, tantas veces invocado por los generales o los ideólogos para arrastrar a las tropas al matadero. Como vieron los propios antiguos, la guerra contada por Homero fue un desastre —una “catástrofe” inútil, salvo por su recreación literaria— para todos los contendientes, tanto para los aqueos vencedores como para los troyanos derrotados. El poeta de la Ilíada refleja, desde luego, la moral de los tiempos heroicos, pero su relato pone el foco no en los triunfos sino en los estragos que se derivan de la batalla.
Nada ejemplifica mejor este punto de vista —“desafiante”, a juicio de Alexander— que la visión de Aquiles a propósito de la gloria. Los semidioses eran, como los humanos, mortales, y el único consuelo a esta limitación apuntaba al rastro que sus hazañas dejan en la memoria de las generaciones, pero cuando el hijo de Peleo —que sólo vuelve a la lucha para vengar a Patroclo, su amor y única patria, como en el verso de García Calvo— se plantea la oposición entre la vida y la fama póstuma, la elección, de palabra, es clara en favor de la primera. Sabemos que morirá, pero habría preferido vivir, como le dice su espectro al protagonista de la Odisea, “empujando un arado para otro”. El poema de Homero exalta el valor y el sacrificio, pero lejos de ocultar la brutalidad o de edulcorarla con disfraces ideales, lleva al primer plano la destrucción sin sentido, el duelo por la pérdida irreparable, el lastimero ay de los vencidos.