Memorias del siglo corto
Gente, años, vida
Iliá Ehrenburg
Trad. Marta Rebón
Acantilado
2064 páginas | 55 euros
Si el XIX fue un siglo larguísimo, que comenzó ya en 1789 y no terminó hasta 1914, el siglo XX, como sostendría Hobsbawm, duró sólo setenta y cinco años, los que median entre el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo y la caída del Muro en 1989. El rocín de la Historia, al que según Maiakovski se debía espolear sin piedad, aceleró su paso de modo frenético durante la centuria. Cualquiera que haya recorrido con ojo avisado y pluma atenta ese tiempo, se convertirá en testigo inexcusable para comprenderlo. Qué decir, por lo tanto, de un hombre que tuvo el privilegio de asistir de cerca a la Primera Guerra Mundial, a la Revolución de Octubre, a la Guerra Civil en España, a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra Fría. El arco dramático y, a la vez, excepcionalmente rico que nutre estos acontecimientos fue el que hizo suyo, a través de cientos de artículos y decenas de libros, el poeta, periodista y novelista Iliá Ehrenburg. Quizá por eso sus memorias tengan un título tan prosaico como ejemplar: Gente, años, vida.
Las dos mil páginas de este excepcional documento se leen con la misma facilidad que una novela de aventuras, pero dejan idéntico poso que un tratado moral. Ahí radica su gran virtud, en su capacidad para conciliar la pasión de una vida con la complejidad de las circunstancias históricas en que dicha vida se forjó y transcurrió. Y es que la mayoría de nombres que prestaron su aspecto al siglo, tanto en sus vertientes luminosas como en sus aspectos siniestros, encuentran acomodo en estas páginas.
Ehrenburg conoció a Lenin en su exilio parisino, frecuentó a Picasso durante seis décadas, charló con Einstein en Princeton, comió en Isla Negra con Neruda, compartió escritorio con Grossman mientras ambos compilaban las infamias de El libro negro. Fue amigo de Pasternak, de Bábel, de Tsvietáieva; frecuentó a Matisse, a Léger, a Modigliani; discutió de política con Herriot, con Togliatti, con Sartre. En sus memorias la Wehrmacht recorre París en julio de 1940 y el Ejército Rojo invade Berlín en marzo de 1945; se asiste al discurso de Stalin llamando a la Guerra Patria y se asume con estupor cómo las purgas de Yagoda, Yezhov y Beria devoraron a quienes forjaron el ideal comunista. La utopía y la decepción, el hambre de justicia y el fascismo, la sangre vertida en nombre de la libertad y la sangre vertida en nombre del más puro arbitrio coinciden en la experiencia de un mismo hombre.
Ehrenburg supo leer su época y percibir cuáles eran sus elementos esenciales. Ese corazón del siglo, según él, no fue otro que la urgencia. Porque el siglo pasado hizo del olvido no una virtud, sino una necesidad. Entre 1914 y 1945, las personas vivieron tantas cosas que sus ideas no tuvieron tiempo de consolidarse. Florecían y eran pronto decapitadas para dejar paso a otros prejuicios. La existencia era una máquina veloz, un cohete en realidad, y las experiencias no hallaban el modo de fijarse en visiones coherentes. El mundo cultivó el frenesí. Todo se malbarataba en la afrenta del tiempo. Ehrenburg fue uno de los pocos intelectuales que, reconociendo esa urgencia tantas veces absurda, supo no terminar bajo las ruedas del coche. Si lo logró por azar o por estrategia es asunto discutible. Él mismo asegura que buena parte de los mejores cerebros de su época sucumbieron al vértigo de la Historia. El testimonio de esa peripecia es este vasto fresco titulado, con humildad casi chejoviana, Gente, años, vida.