Mi patria es el mundo
Para acabar con todas las guerras
Adam Hochschild
Trad. Yolanda Fontal
y Carlos Sardiña
Península
640 páginas | 34,90 euros
De Adam Hochschild habíamos leído El fantasma del rey Leopoldo (Península, 2002), un impresionante ensayo donde se documentan los abominables crímenes del taimado monarca de los belgas que asumió personalmente la colonización del Congo —de hecho fue durante más de dos décadas su propiedad particular, un coto tan extenso como el continente europeo— años antes de que Joseph Conrad visitara aquellas tierras desdichadas y recreara la experiencia en una de sus mejores novelas, El corazón de las tinieblas, cuyos horrores palidecen si se los compara con los asesinatos masivos —y bien reales— que cometieron los sicarios de Leopoldo, el mayor genocida del siglo XX. Después de dar a conocer otro valioso título del escritor y periodista neoyorquino, Enterrad las cadenas (2006), dedicado a un grupo de pioneros en la lucha contra la esclavitud, la misma editorial ha publicado este otro ensayo, espléndido, sobre los rostros del pacifismo en Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial.
Hochschild ejerce como profesor de periodismo en Berkeley, ha colaborado en algunas de las más prestigiosas cabeceras norteamericanas y tiene un historial clásico de militante izquierdista, volcado en la defensa de los derechos civiles, pero nada de esto pesa demasiado —aunque desde luego se refleja en sus libros— al lado de su capacidad para contar las historias de la Historia, parangonable a la de otros beneméritos divulgadores como la también neoyorquina Barbara W. Tuchman, cuyos ensayos —títulos como La torre del orgullo o Los cañones de agosto, ahora felizmente reeditados— leímos hace años en las ediciones de Bruguera. Salvo su título demasiado explícito y no excesivamente incitador —suena mejor en inglés, To End all Wars—, todo en el último libro de Hochschild es admirable, tanto el planteamiento, sin duda original y muy en la línea de sus mencionados intereses, como sobre todo su ritmo narrativo, que convierte esta “historia de lealtad y rebelión” en un filón de relatos sobre la humanidad, el honor y el heroísmo, verdaderos o de calderilla.
La constelación de personajes es verdaderamente fascinante y supera a los más novelescos o paradójicos caracteres de la ficción. Algunos de ellos son célebres, como el exaltado Kipling o el ingenioso Bertrand Russell, pero otros, menos conocidos entre nosotros, resultan igualmente atractivos: lord Milner y su amante lady Violet Cecil, el dirigente socialista Keir Hardie, las Pankhurst —madre y hermanas, rivales durante la contienda—, el obstinado e incompetente general Haig, la sufragista Charlotte Despard y su insospechado hermano el mariscal French, el jefe de propaganda John Buchan, la activista Emily Hobhouse o el policía Basil Thomson. El de Hochschild es un libro sobre la guerra que no trata solo de la guerra o que se detiene en el modo en que esta afectó a la única nación movilizada que pese a todo toleró una cierta oposición.
El autor describe las trincheras cenagosas del Somme o el infierno de Passchendaele, el nostálgico y temerario apego de la oficialidad por la caballería, el desprecio por las vidas intercambiables de la clase de tropa, el contexto general de un mundo —el mundo de ayer— que se hundía sin remedio. Frente a él se alzaban pacifistas, prófugos del servicio militar, objetores de conciencia, simpatizantes de la revolución de Octubre. El naciente y aún incontaminado socialismo soviético inflamaba los ánimos, pero la reacción de los custodios del orden colonial fue un patrioterismo desmedido que estaba en la base misma de un conflicto tan inútil como sanguinario. Pocos tuvieron la lucidez —y el valor, y la tenacidad— de Alice Wheeldon, cabeza de una familia que había sido inverosímilmente acusada por el Gobierno británico de intentar asesinar al primer ministro Lloyd George con dardos envenenados, cuando escribió, desafiante a pesar de haber sido condenada a diez años de trabajos forzados: “Mi patria es el mundo”.