Montaigne en la playa
Un verano con Montaigne
Antoine Compagnon
Trad. Núria Petit Fontserè
Paidós
172 páginas | 16, 90 euros
Hay libros que son trofeos y hay libros que son tesoros. Los primeros se exponen, ocupan primeras planas y rutilan bajo los focos, pero un buen día se despeñan bajo el peso de su propia fama o padecen un súbito eclipse. Los segundos, que llevan una vida más modesta y oculta, pero también más tenaz, sobreviven a las modas, las mutaciones y el acaso. Los trofeos, que se exhiben, acaban por deteriorarse; los tesoros, que se protegen, no tienen fecha de caducidad.
Uno de mis tesoros predilectos es la obra del siempre estimulante Michel de Montaigne, quizá el primer hombre moderno de lo que hoy seguimos llamando Europa, a quien debemos algunas de las páginas más bellas de la literatura occidental, y sin duda uno de sus más fenomenales logros, los Ensayos, un compendio de cuya lectura Nietzsche, siempre tan rotundo en sus juicios, expresó el más feliz de los elogios: que su lectura aumentaba la alegría de vivir en este mundo. ¿Se puede decir algo más memorable de un libro?
De entre las muchas enseñanzas de Montaigne, pocas tan cautivadoras como la que Chirbes glosó en Crematorio, al advertir, siguiendo una de las intuiciones del escéptico francés, que “la virtud está fuera del placer que uno siente, está en el hecho mismo de conocer”. Admirada ha sido, en efecto, la amplitud de miras con que Montaigne contempló usos y costumbres de las distintas culturas, hecho que fijó en ensayos como “De los caníbales”, y la evidencia de que supo reconocer que la extrañeza que nos causan ciertas prácticas es un prejuicio derivado de una visión etnocentrista. El buen Montaigne, hombre pacífico que deseaba que la muerte lo sorprendiera a lomos de su caballo o plantando coles en su huerto, y que en sus textos hablaba con el mismo empeño de sus piedras renales que de la educación de los hijos, de los dedos pulgares que de la estatura de la Eneida, profesaba este relativismo para desenmascarar los desmanes de la hipocresía, el orgullo y la soberbia de cierta sabiduría impostora. Pues como dejó escrito en “Apología de Raimundo Sabunde”: “¿Qué verdad es aquella que esas montañas delimitan y que es mentira en el mundo que está al otro lado?”
Esta música precavida de Montaigne resuena con singular fuerza en el oído contemporáneo, en nuestros vicios y virtudes, que con tanta agudeza señaló el Señor de la Montaña, y por ello no es extravagante, aunque sí singular y hasta envidiable, que un programa de radio invitara en Francia a Antoine Compagnon, especialista en la obra del escritor bordolés, a que, durante un verano, transmitiera a los oyentes que fatigaban su tiempo vacacional cuarenta pequeñas visiones del hombre Montaigne y de su monumental legado, los Ensayos. El resultado de ese envite es Montaigne en la playa, un Montaigne de bolsillo, cierto, que quizá saque ronchas a los puristas, pero que no debe ofender a los entendidos.
Y es que todo proselitismo parece poco a la hora de reivindicar la obra de ciertos autores, adopte para ello forma de breviario o incluso de juego estival en el que se aprende sobre el amor, la muerte, la pasión por los libros o acerca del tiempo perdido. Un lector de Montaigne es un lector ganado a la inteligencia, es decir, al tesoro, alguien que, advertido ya, dueño del secreto, sabrá conciliar desde entonces la pasión por lo cotidiano con la erudición de rostro humano, la contemplación del propio cuerpo con la lectura de Plutarco. Fino en el escrutinio de la anécdota y hondo en la lectura del símbolo, lo que hace a Montaigne irrepetible es la sensación de humanidad que su aventura transmite. En la academia o en la playa.