Nostalgia del Antiguo Régimen
Cuando Europa hablaba francés
Marc Fumaroli
Trad. José Ramón Monreal
Acantilado
744 páginas | 40 euros
Hay historiadores tan devotos de su campo de estudio, que en el caso de Marc Fumaroli es el siglo XVII pero se extiende hacia atrás y hacia delante para abarcar desde el Renacimiento a la Edad de las Luces, tan familiarizados con los autores y las querellas a las que han dedicado miles de horas y páginas, que acaban convirtiéndose en figuras pintoresca o gloriosamente extemporáneas. Por su defensa de la tradición retórica, arrumbada desde la explosión romántica que condujo a las vanguardias, Fumaroli es un convencido antimoderno que no oculta su añoranza de la alta cultura o su desdén por la de masas, pero lo que lo distingue no es tanto su gusto reaccionario como su capacidad para contagiar su entusiasmo por los valores más o menos perdurables de un mundo perdido.
Originalmente publicado en 2001, Cuando Europa hablaba francés reúne una colección de retratos de “extranjeros francófilos” en el siglo de la Ilustración, marcado por el ascendiente de los philosophes. El “vivir noblemente” de los ilustrados, extendido a todos los órdenes, remitía a la ambición global del primer Humanismo, pero no eran ahora Italia o la Antigüedad los referentes, sino esa Francia contemporánea —“madre y amante indiscutida”— que se proyectaba como modelo insuperable. La lengua de la alta sociedad europea era por ello el francés, elevado a nueva koiné y sentido como el idioma ideal para la conversación en lo que Fumaroli llama el “banquete de los espíritus”. París, en efecto, era la “segunda patria” de los afrancesados, que miraban también a Versalles desde Londres, Roma, Berlín, Viena o San Petersburgo.
Conectadas por una red de relaciones que formaban el “sistema nervioso del equilibrio europeo” y se cultivaban tanto de viva voz como a través de la correspondencia, las capitales del continente mantenían el contacto a través de una “diplomacia del ingenio” que estaba ligada de modo indisoluble a la cultura, cuyos representantes trataban con la aristocracia —“laica, galante y libre en sus costumbres”— y no rehusaban representarla, pues en gran medida vivían del mecenazgo, en sus frecuentes visitas a las cortes.
Armado de una erudición vasta, pero prodigiosamente ligera, Fumaroli despliega una prosa brillante —uno de sus lamentos habituales se refiere a la proscripción del grand style que caracterizaba la lengua dieciochesca, salvaguardado hoy por una minoría casi “clandestina”, en favor de un “neofrancés” pobre, meramente enunciativo— que tiene el don de la amenidad y sabe transmitir su pasión por figuras ciertamente seductoras de las que ofrece una mínima antología, como broche de las semblanzas respectivas. Ingleses como Anthony Hamilton, el vizconde de Bolingbroke, lord Chesterfield, Horace Walpole o William Beckford, alemanes como Federico II de Prusia o Friedrich Melchior Grimm, rusos como Catalina la Grande o la princesa Dáshkova, italianos como el abate Galiani o el marqués de Caraccioli, norteamericanos como Gouverneur Morris o Benjamin Franklin, españoles como Goya o la marquesa de Santa Cruz, suecos como Gustavo III o belgas como el príncipe de Ligne.
Ampliando el marco, lo que propone el ensayista es un elogio de la Europa ilustrada, teñido de nostalgia del Antiguo Régimen, que reivindica aquel mundo refinado, exquisito y celoso de las buenas maneras, arrasado por la marea revolucionaria que desembocó en el Terror y finalmente en la tiranía. Fuera de los salones, sin embargo, y del esplendor de las elites cuya decadencia lamenta Fumaroli, no había sólo turbas enardecidas por el odio, sino espíritus no menos nobles —pero nada aristocráticos— a los que movía un elemental afán de justicia. Porque “el siglo que creyó en la felicidad de la tierra” entendía que esa dicha no estaba al alcance sino de unos pocos, ellos sí afortunados, distinguidos con todas las cualidades. La soñada “edad de oro” semejaba un coto vedado. Era mucha la basura que se acumulaba bajo las alfombras.