Nostalgia del periodismo
La banda que escribía torcido
Una historia del nuevo periodismo
Marc Weingarten
Libros del K.O.
550 páginas | 23, 95 euros
Estados Unidos, años sesenta. La falda rosa de Jackie se cubre de sangre: el presidente ha muerto tiroteado y por televisión. Millones de amas de casa se secan las lágrimas en sus delantales. Los Ángeles del Infierno surcan las carreteras a lomos de sus caballos de hierro. Suertes de Don Draper caen desde los rascacielos de Madison Avenue. Nuestros hijos cruzan los arrozales de Vietnam muertos de miedo. Han llegado los hippies y es momento de creer en las estrellas, del tipo que sean. Desde la rubia melena de Marilyn al I have a dream de Martin Luther King. Bajo la estela que dejó el Apolo 11, estamos ante la primera gran brecha del sueño americano.
En ese clima roto, una banda de excéntricos reporteros deja atrás las herramientas clásicas de la información para ir más allá con sus crónicas. Tom Wolfe, Hunter S. Thompson, Joan Didion, Jimmy Breslin, Norman Mailer, Gay Talese o algunas firmas veteranas como Truman Capote retrataron aquella época convulsa. Rompieron con la forma de narrar utilizando técnicas más propias de la novela que del reportaje: sucesiones de escenas, diálogos y diferentes puntos de vista.
“Quizás deberíamos volar por los aires el edificio de The New Yorker”. Eso dijo Jimmy Breslin y así comienza esta vorágine creativa y vital, una especie de ficción vertebrada en los hechos: el arte de lo real. Aunque el libro de Weingarten peca de hagiográfico y no es académico, sí traza un retrato canalla y divertido de la época dorada del periodismo, de sus editores y de algunos medios. Es el nacimiento de la cultura de masas y ellos fueron como estrellas de rock; sus crónicas eran esperadas por millones de norteamericanos. Con su traje sastre, el autor de La hoguera de las vanidades, Tom Wolfe, tecleó en su máquina un nombre para aquella banda, alumna directa de A sangre fría de Truman Capote: Nuevo Periodismo.
Cuando Breslin fue a cubrir el entierro de Kennedy, decidió obviar la presencia de los líderes mundiales y le pareció más interesante incidir en el fuera de foco Clifton Pollard, el hombre que enterró al presidente. “Cavar la tumba de JFK fue un honor” se convirtió en una de las crónicas más reconocidas del periodismo estadounidense. Al fin y al cabo, su encargo “era la crónica de un cuerpo sin vida”. O allí estaba Hunter S. Thompson, “viviendo la misma vida sobre la que escribiré”. Thompson viajaba, bebía y se drogaba si aquello era lo que su trabajo requería. Autor de Hells Angels: una extraña y terrible saga o la enloquecida Miedo y asco en las Vegas, donde contaba las perversiones de la ciudad de los casinos, se suicidó en 2005 pegándose un tiro en la cabeza, como había hecho años antes su gran referencia: Hemingway. Aunque Norman Mailer quería trascender como escritor y lo lograría, en los sesenta su actividad se centró en el periodismo. Además de sus textos, fueron muy conocidas sus borracheras. Y es que si se alejaron de lo anterior en cuanto a la formas, su exposición pública (fiestas, broncas, polémicas) también lo hizo.
Pero supongamos que el nuevo periodismo se haya quedado viejo. Que vivimos en una crisis abrupta por donde van suicidándose cabeceras llenas de descrédito y fisuras. Supongamos que se pretenda revitalizar la profesión a través de nuevas estrellas cuya referencia es un número equis de followers. Y, sin ponernos ortodoxos ni apasionados, supongamos que la calidad de los contenidos haya pasado a un lejano plano. ¿Quiénes serán las plumas que nos retraten? ¿Habrá que dinamitar el sistema informativo o reformarlo? Es difícil no sentir cierta nostalgia de aquellos kamikazes engreídos ni la seria duda de poder curarnos a través de ciento cuarenta caracteres.