El pánico del fotógrafo
La furia de las imágenes
Joan Fontcuberta
Galaxia Gutenberg
272 páginas | 19,50 euros
Durante este sabroso ensayo sobre la fotografía en los tiempos de la cólera desatada de la iconosfera digital, recordé un relato donde una bella pareja de amantes necesitaba mirar las trucadas fotografías que subían a Instagram de sí mismos para reconocerse y atraerse. Historia que me recordó a un capítulo de la distópica serie Black Mirror donde las personas tendrían un programa instalado cerca de la región parietal que les permitiría registrar y reproducir en imágenes o vídeos todo lo que sus ojos captaban. Este mismo capítulo, con sus consecuencias terribles para la relación de confianza entre amantes, lo cita Fontcuberta en su ensayo. Dice el ganador del Premio Hasselblad de Fotografía 2013 que las imágenes en la era posfotográfica —la surgida a partir de la irrupción de cámaras digitales, los programas domésticos de tratamiento de las imágenes y la paralela tecnología que ha permitido que a través de internet, redes sociales y satélites todo se esté convirtiendo en imagen en tiempo real— han dejado de ser una interpretación de la realidad o un reflejo de ésta para acabar fagocitando a la realidad misma.
Nuestras imágenes se han transformado en nuestra propia identidad o, más bien en el constructo que la va suplantando. Y el fotógrafo, entendido como un artista dotado de una técnica arduamente aprendida, ya no es el especialista distinguido que antes se celebraba, puesto que todos somos ya homo fotograficus vertiendo instantáneas que consumimos con voracidad. Exceso y acceso. Y ese mastodóntico tráfico de imágenes se ha transformado en una neolengua a veces tan ininteligible como las reglas de la economía poscapitalista, que balbuceamos como si aún estuviéramos en una época donde, como los bebés, nos limitáramos a repetir lo escuchado antes de entender su sentido. Ya no invitan a la reflexión, porque por mor de su rapidez, no pueden alcanzar el valor iconográfico y simbólico de antaño. Por eso hoy, más que nunca, el valor de la fotografía no está ya en la imagen en sí misma sino en las invisibles relaciones políticas, psicológicas, sociales, culturales y económicas que entreteje. En ese sentido Fontcuberta, un maestro en el arte de usar ficciones para revelar una verdad, apela a la necesidad de una educación visual, que permita saber leer y escribir las imágenes con conciencia crítica.
Su ensayo aborda tanto la evolución y características de la posfotografía, como prácticas que se han sobredimensionado hasta el punto de constituir un fenómeno en sí mismas. Así, dedica al selfie y la capacidad que ha demostrado como herramienta de construcción de identidad en las redes, buena parte de su trabajo. Redefine Fontcuberta el lugar del artista no como aquel que logra imágenes bellas, impactantes o roba precisos instantes: eso ya lo hacen los programas de retoque fotográficos por nosotros, sino aquel que es capaz de revelar el sentido que ocultan. Repasa los nuevos usos artísticos y políticos que el medio ofrece, usando referencias fílmicas o históricas para contextualizar cada ejemplo. Su ensayo busca el equilibrio entre la pedagogía, la filosofía, la crítica y la advertencia. Aunque, como él mismo confiesa, no fue precisamente un lúcido adivino cuando una compañía de móviles allá por los 90 le consultó sobre la conveniencia de que los teléfonos móviles incorporaran cámaras. Fontcuberta dijo que eso le parecía una soberana estupidez sin futuro alguno. Pero eso no le quita un ápice de valor a su llamada de alerta. Entendamos que hoy el Che de Alexander Korda duraría pocas horas en la red y que la fotografía de la niña desnuda abrasada por el napalm en Vietnam no sería capaz de alarmar la conciencia colectiva. “Tal vez la madre de todas las batallas [que debamos librar] sea contra las imágenes”, afirma. ¿Realmente estamos preparados para ello?