Restos de un naufragio
Pequeños tratados, I y II
Pascal Quignard
Trad. Miguel Morey
Sexto Piso
440+472 páginas | 44 euros
Asociamos a la posmodernidad el gusto por lo fragmentario, pero su presencia en la literatura puede remontarse muy atrás y por eso cuando Quignard señala sus modelos no habla de los pensadores actuales o de sus predecesores inmediatos, sino de dos contemporáneos de Pascal —el jansenista Pierre Nicole y el epicúreo señor de Saint-Évremond, heredero de Montaigne— que compusieron textos, como aspiran a ser los suyos, “similares a las suites barrocas”. Este modo de proceder por medio de asedios, ajeno a las pretensiones sistemáticas hacia las que muestra una desconfianza profunda, reclama la técnica del contrapunto —al margen de su prolífica dedicación ensayística o narrativa, el escritor francés, perteneciente a un linaje de organistas, es un experto conocedor de la música antigua— para defender las virtudes de la polifonía como un método menos concluyente, pero mucho más fecundo en la medida en que ofrece diferentes perspectivas sin guiar al lector ni condicionar sus propios juicios.
De esta manera, que vale para calificar la vertiente meditativa de toda su obra, define Quignard los Pequeños tratados, adscritos a un “no-género” donde conviven el relato, la inquisición, la glosa histórica o erudita, el aforismo y el apunte lírico. Son escritos en los márgenes o “reliquias del pensamiento” que agrupó en ocho tomos — reunidos en dos volúmenes para la impecable edición hispano-mexicana de Sexto Piso— y que fueron concebidos, nos cuenta, para ser ilustrados por su amigo el pintor Louis Cordesse, cuyos grabados “en la línea de Rembrandt” habían de formar un todo junto a los textos. La muerte de aquel dejó inconcluso un trabajo que sería continuado en solitario por el ensayista aunque el resultado, acabado una década antes, no vio la luz hasta principios de los noventa. El título suele citarse como uno de sus logros mayores y se ofrece ahora en castellano en una cuidada versión de Miguel Morey, que ya había traducido para la misma editorial el breve y hermoso Butes —nombre del navegante griego que al contrario que Odiseo se dejó arrastrar por el canto de las sirenas— cuya propuesta no es, ni en las formas ni en el fondo, esencialmente distinta.
La predilección de Quignard por los episodios, los asuntos o los personajes menores u olvidados —intrusos, los llama— se plasma aquí en una obra oceánica que aborda algunos de sus temas centrales como el lenguaje, la escritura o la música —los sonidos o el silencio, que constituye una verdadera obsesión para un autor que padeció de autismo en su niñez y adolescencia—, o también las etimologías, la historia del libro o de la lectura y las vidas de los antiguos. Pero no es la suya una intención divulgativa, sino indagatoria, que acumula los datos e intercala entre ellos reflexiones o vislumbres.
La de Quignard es una “prosa de lector”, dice Morey, que inventa un tempo muy peculiar, basado en la alternancia de pasajes más extensos y de sintaxis elaborada con anotaciones breves o incluso mínimas. Una escritura que no elude la dificultad y en buena medida remite, como apunta el traductor, a los usos del Barroco, pero que también puede ser asociada a las intrincadas disquisiciones de un Ferlosio —fascinado como Quignard con la gramática y cuyos pecios son, literalmente, los “restos de un naufragio”— con las que comparte la densidad, el gusto por el conceptismo y un “exceso de ser inteligente”, como lo llamó el poeta, que a veces ilumina y otras nos deja un tanto perplejos. Leerlo exige concentración, sumergirse en un discurso donde el todo cuenta más que las partes, sabiamente relacionadas, y cuya aspiración última no es otra que servirse de las palabras —o ir más allá de ellas— para sugerir lo indecible.