Sinfonías del verde
Pequeños paraísos
Mario Satz
Acantilado
176 páginas | 14 euros
El jardinero apasionado
Rudolf Borchardt
Trad. Paula Aguiriano
Gallo Nero
240 páginas | 19 euros
Es verdad que la contemplación de la naturaleza en estado salvaje —o de lo poco que queda de ella— induce en el observador un sentimiento de especial comunión que remite a emociones profundas y ancestrales, pero también los jardines, aunque obras del ingenio y en ese sentido distintas de los espacios intactos que han permanecido ajenos a los cuidados o la devastación de las comunidades humanas, hablan de un vínculo con edades en las que una vida más pausada seguía, como las plantas, el ritmo de los ciclos, de un modo armónico que no puede evocar sino nostalgia en los febriles habitantes de las aglomeraciones urbanas. Así lo sintieron ya los antiguos, que consideraron la jardinería un arte, un refugio y una actividad sanadora que construía —literalmente creaba, pues el horticultor tiene algo de demiurgo— escenarios tan íntimos y venerables como los templos, verdaderos poemas vegetales donde se oyen, entrelazadas con el aporte multicolor de las flores o de los frutos, las apacibles sinfonías del verde.
En Pequeños paraísos, un hermoso breviario que contiene muchas lecturas y un exhaustivo conocimiento de tradiciones muy distantes, el argentino Mario Satz, estudioso de la cábala, la Biblia y la antropología del Medio Oriente, ha tratado de cifrar, como dice el subtítulo, el “espíritu de los jardines”, trazando un itinerario cultural que prescinde de la ordenación estrictamente cronológica para proponer una síntesis entre histórica y lírica —e incluso ocasionalmente narrativa— a partir de la asociación de noticias reveladoras. Para el ensayista, los jardines de todo tiempo remiten a la imagen del Edén perdido, pero también la actualizan como remedos tangibles o proyecciones —se trata de un mito que opera en las dos direcciones, también hacia delante— de la anhelada existencia ultraterrena. El jardín homérico de la ninfa Calipso o los de los filósofos griegos y romanos, el cuadrangular de los persas que inspiró a los árabes, los famosos colgantes o suspendidos de Babilonia, el de los hindúes y sus estanques cuajados de lotos, el chino caracterizado por una mínima intervención en el recinto elegido, el japonés conservado con esmero a lo largo de innumerables generaciones o el místico de los sufíes, son algunos de los modelos descritos por Satz, que dedica otros capítulos a las rosas, la simbología cabalística, el significado de los árboles, la meditación claustral o los nombres y matices del color que los latinos llamaron viridis, asimilable, con todas sus maravillosas variedades, al de la “vida misma”. Locus amoenus y anima mundi, cualquier jardín puede ser el de las Delicias.
Igualmente erudita y estimulante, aunque no responda tampoco a los esquemas de un tratado convencional, es la obra, El jardinero apasionado, de Rudolf Borchardt, un autor judeoalemán que permaneció ajeno al modernismo —en la línea estética de la revolución conservadora— y del que sólo conocíamos su amistad con Hofmannsthal. Publicado póstumamente en 1951, el ensayo fue escrito a finales de los años treinta en Italia, donde vivía exiliado, y como precisa él mismo no es el libro de un jardinero o un botánico, sino el de un humanista, que alterna en un raro y seductor amasijo los excursos históricos, las disquisiciones naturales o filosóficas y los juicios, muy críticos, con los usos de un tiempo utilitario —falto de imaginación y de audacia, esclavo de las modas y del supuesto buen gusto— que ignora las enseñanzas de las épocas pasadas. Desde su perspectiva universalista, adscrita al magisterio de Goethe, el trasiego de las especies y la esforzada adaptación al terreno abren un marco, siempre cambiante, de posibilidades infinitas, felizmente abierto a la inventiva y a la hospitalidad de nuevos colonos que acaban formando parte de la familia. El jardín, como para Satz, no es sólo un lugar de placeres, sino un ámbito mágico que recrea el alma o la conciencia humana y sugiere, del mismo modo que el arte o la poesía, su carácter sagrado.